Por Mariano Fernández
Desde el vamos tenemos
una contradicción, porque a pesar de lo que digan los poetas, las noches de
verano son cortas. Podría ser que todo lo que se hace en estos meses, se
ralentiza, no por la temperatura, sino para alargar la ocasión. Ella Fitzgerald
nos hipnotiza con su voz angelical en “Summertime”. El gran Sachtmo la acompaña
en la trompeta y el talento, y se mofa del pentagrama con agudísimas notas casi
imposibles. Hasta la música se vuelve lenta cuando el calor azota, no importa
si es Louisiana o Santa Fe.
Insisto, son muy
cortas; el reloj vuela en este momento. Es poco el tiempo que tenemos antes de
que el sol nos dé el veredicto, y estamos invitados a tanto... Tres y veinte antes
del meridiano. La noche estival misma, obliga a gambetear en una baldosa lo que
se nos ponga delante; urgen los amigos, los amores. Compárela con una lánguida
e interminable noche de invierno, ese mojigato irremediable sólo tiene ofertas
tan poco tentadoras como dormir. Podríamos hablar sobre la complicidad, por su
propia condición de noche, independientemente de la estación; pero no son lo
mismo las madrugadas de diciembre de patios atestados y corazones ebrios -pongamos
por caso- que las de julio, el mes en que menos serenatas se dieron en la
historia de la humanidad. Los poetas que utilizan este recurso legal -el de la
complicidad-, sepan disculparme. Tal vez, lo que detestamos no son esos
regresos al alba derrotados sino, la llegada temprana de la misma.
Cada noche es un
suspiro que invita a beber (como si los que beben necesitaran excusas), nos
seduce, nos impulsa a andar ligeros de ropa y de prejuicios, irreverentes y cándidos.
Tal vez lo reprochable es que la Luna, impune, evada sus responsabilidades tan
pronto. Estamos empeñados en hacer más significativas a las noches de verano,
agregamos fechas en el calendario para colmarlas de celebraciones y que al
menos, si bien cortas, no sean en vano. Compensamos su celeridad con festejos y
nostalgias servidas en copas de vino. Con brindis y charlas livianas, que para
las profundas, habrá tiempo. A las cuatro y algunas vueltas, podría jurar que
los reyes pasaron por el patio de casa, el niño pequeño duerme en un remedo de
pesebre, indiferente a su paso. Consagrar un día a los enamorados es otro
recurso artero y oportunista, no debiera ser necesario tener que reducir a sólo
un día, con su respectiva noche, la celebración del romance. Que además sea en
febrero, con tanto grillo suelto, con tantas estrellas testigos, es una
insensatez, un acto demagógico y reprobable.
Tal vez, se los
admito, tenga una cuestión personal con febrero, que además de sus noches
fugaces, en sí mismo es un mes muy corto y se empeña desde hace tanto, en
llevarse gente. También porque es el domingo a las siete de la tarde de los
meses del año: es temprano, pero demasiado tarde.
Llueve a las cuatro y
tantos minutos. Al menos la lluvia le pone otro sonido a la mediocre banda de
sonido de esta oscuridad, que se escapa entre los dedos y el teclado.
Las noches de verano
son un ensayo de la vida. Cuando nos damos cuenta de su límite, el final está
ahí, tan cerca, y eso si somos lo suficientemente lúcidos de percibir la
finitud de las existencias. De niños, desde que el sol se oculta, cazamos
ranas, langostas y luciérnagas. De grandes, borracheras y besos, solo si
tenemos suerte. Con más fortuna, cantaremos nanas improvisadas a algún niño que
también reclama su parte.
Dos rayos miserables
de sol, siendo las 5 y demasiados minutos de esta madrugada efímera de enero, me
ratifican que sí, son extremadamente cortas las noches de verano. Como la vida
misma.
Un par de pájaros,
escribanos del amanecer en mi ventana. Ahora sí, que todo ha terminado, vale la
pena dormir.
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