Tapa Agosto


Por aquellos días



Por Carina Sicardi / Psicóloga
casicardi@hotmail.com

La casa se tiñe de fragmentos de silencios. Ese torbellino de palabras cruzadas, de textos desordenados y superpuestos, de repente comienza a tener un orden. Como un canon, esas canciones que parecen sencillas y que tienen comienzos y finales en tiempos diferentes, formando una singular y bella melodía.
Así entran en la vida los amigos en la infancia, irrumpiendo, sin pedir permiso, con la simpleza de quien quiere compartir un momento, sin más. Y esa infancia -cuyas  marcas escritas con tinta indeleble, van a acompañarnos en nuestros días-, aparece ahora en el recuerdo, mientras la tarde se duerme en el horizonte y la noche se presenta como esos pequeños amigos, casi imperceptiblemente y sin golpear la puerta.
Es que mucho antes del nacimiento, antes aún de lo que podríamos recordar, la palabra inquieta, deseosa de ser garabateada, había empezado a delinear nuestro destino… Cuando fuimos nombrados desde el deseo de aquellos que nos anteceden.
El café humeante que entibia las manos frías de tanto invierno, despide un aroma especial, reconfortante, que viaja en el tiempo y se detiene en la improvisada mesa de la casa de mi abuela. Improvisada porque mi estatura, que nunca pasó del segundo lugar en la fila del colegio, ameritaba en el cariño de la nona transformar una silla en lujosa mesa que sostenía el mejor café con leche jamás repetido por su exquisitez. Lo acompañaba con “bastoncitos de pan”, cortados transversalmente con una exactitud que cualquier cortadora a láser envidiaría.
Los aromas de la infancia tienen el sello de lo irrepetible. Sigo buscando los domingos el olor de la salsa que acompañaba las infaltables pastas, llenas de tradición de viejos y lejanos lugares cruzando el Atlántico; ese olor que inundaba la casa y los patios de tierra recién barridos, que nunca más encontré. Recetas que se heredan pero no logran repetirse, porque hay un ingrediente que se perdió: el tiempo.
Ese almuerzo dominguero comenzaba a planearse el día anterior, y mis pequeños años de asomada nariz y puntitas de pies, eran testigos de la transformación de la inmaculada harina, en tallarines hechos a mano, con los dedos pasando tan cerca de un afilado cuchillo que se movía con rapidez y precisión asombrosas para mis cinco años...
De eso se trata. La infancia nos atraviesa desde un cúmulo de recuerdos a los que la distancia de los días va enriqueciendo, mientras los aleja de la realidad. Es que el recuerdo no es más que la reviviscencia de otro recuerdo anterior, de tal modo que quizás el relato de nuestra niñez, sea la novela mejor contada de nosotros mismos.
“Tengo esa nostalgia de domingos por llover, de guitarra rota, de oxidado carrusel”, canta Víctor Heredia. Los domingos parecen poner lentas y pesadas las horas. No sé si será porque aparece como la resultante de tantas expectativas puestas como objetivo final de semana, o porque ni siquiera sabemos qué esperamos que suceda ese día... Sí es innegable, que las plazas rebalsan de colores y de gritos de alegría, de familias dispuestas a llenar los pulmones de aire libre, quizás llevando consigo no sólo a los chiquitos cercanos, sino al niño que fuimos. Será por eso que no me avergüenza hamacarme con furia desafiando al viento, tal vez retándolo a que me devuelva la inocencia perdida, los juegos compartidos, las peleas “para toda la vida” que dolían como la más cruel de las verdades, pero que duraban sólo un momento.
Por aquellos tiempos todo estaba por descubrirse. Inmenso era el mundo espiado desde la curiosidad, tratando de entender a los adultos, ensuciando cuellos por detrás, de tanto mirar para arriba, sintiéndonos a veces más pequeños de lo que éramos frente a tanto porvenir, y otras tan grandes que los sueños y fantasías parecían desbordarnos, hasta convertirnos en aquellos superhéroes voladores y siempre pero siempre vencedores de la maldad.
Por aquellos días, los superhéroes también eran los padres, aquellos que no podían permitir que nada malo nos pasara, que no dudaban en retar a una amiga que nos hacía llorar, y transformaban desvencijadas maderas en improvisadas hamacas sin el menor conocimiento de carpintería, convirtiéndola en la más linda, porque nos llevaba tan cerca del cielo como del abrazo compartido cuando los pies tocaban el suelo.
Por aquellos días, bastaba con que los padres miraran debajo de la cama para que el “monstruo” desapareciera. Y salíamos atrevidamente a descubrir el mundo desde las más diversas aventuras porque sabíamos que teníamos un puerto seguro donde volver.
Por aquellos días y por siempre, espero y deseo para cada niño, la capacidad de soñar, que nadie pueda quitarle las ilusiones, que lo dejen ser sin apurarlo, que ninguno le cuente las cosas demasiado rápido (como al protagonista de “Mi planta de naranja lima”); que siempre encuentre los brazos sinceramente abiertos, que cobijan mucho más que cualquier manta; la mirada habilitante pero sin falta de compromiso, que supera sin duda al gesto vacío frente a una pc; la palabra que aliente sin mentir. Y que además, conserve los sentidos abiertos y sin temor, para poder percibir la vida con emoción.



4 manos / 1 texto (5º entrega)



ESPUMA DE MAR

(Continuación)

Por Alejandra Tenaglia y Sebastián Muape

21
El otoño hace oír sus crujidos habituales. Las hojas secas se dejan menear por un viento suave que, traicioneramente se convierte en ráfaga transportándolas con vehemencia ora hacia aquí, ora hacia allí, para detener luego su embestida, depositándolas en el suelo con tanta delicadeza como si fuera una mano las que hasta allí las guía.
Completamente vidriado, un bar frente al mar en la orilla oriental.
Juana, ya pasada la ronda de conferencia, ha pedido su insustituible café con leche y, mientras pellizca una brillosa media luna, charla con Carla, su amiga santafesina que ha ido a parar al país comandado por “Pepe” Mujica, después de casarse con un arquitecto uruguayo.
-          ¿Sabés que no me acostumbro a que seas famosa?... No sé, te veía ahí, hablando, y… -a Carla se le llenan los ojos de lágrimas, toma aire y sigue- Estoy muy orgullosa de vos Juana –sonríe, le toma la mano y le vuelve a decir- Muy orgullosa.
Algo parecen apretar esas palabras. ¿Los días compartidos en el secundario al que Carla ingresó a mitad de primer año, sin conocer a nadie, con cara de pichón asustado y familia recién separada? ¿Las excursiones juntas por las sierras, absorbiendo a bocanadas el aire de montaña, la adolescencia y el futuro al que empapelaban con sueños grandiosos? ¿El distanciamiento que en vez de aflojar el vínculo lo tensó aún más, cuando Juana se instaló en Córdoba capital en un viejo hotelucho que asemejaba a una pensión, al que Carla entraba siempre un poco temerosa, no sólo por las paredes amarillas descascaradas sino por los desclasados que surcaban los pasillos y las escaleras interminables? ¿O esas lágrimas venerarán alguno de los muchos momentos vividos ya en Buenos Aires, donde el destino las volvió a reunir, Carla para estudiar Diseño de Zapatos después de un recorrido truncado por distintas universidades, y Juana con su segundo libro bajo el brazo y con la posibilidad de firmar su primer gran contrato editorial? Bulimia nerviosa, por un lado. Amores frustrados, por el otro. Reconversiones. Maderos. El tiempo haciendo su infinito trabajo. Carla conoció al hombre que define, como “lo mejor que le pasó en la vida”; pudo encauzar sus manos y sus ideas y ponerse a trabajar duro en el calzado, sin dejar de correr cada tanto a los brazos de su marido, para llorar abiertamente penas que no explicaba. Salvo a Juana. Ante ella desaparecía también el pudor con las palabras. Es que su amiga tenía esa mirada que parecía entenderlo todo. Eso mismo le decía cada tanto, y Juana sonreía, “ojalá amiga, ojalá”, contestaba. Porque por su lado la cosa tampoco había sido sencilla; intentos que no, ilusiones desbaratadas apenas habiendo sido minuciosamente labradas, la lejanía de la familia, la soledad que implicaba y requería su trabajo, la distancia que imponía el solo hecho de ser escritora tanto por respeto como por ser considerado un oficio de chantas, su imposibilidad de permanecer mucho tiempo en un mismo lugar, su afán de ir hacia adelante acompañado de un vértigo constante, la asimilación del sexo como un placentero arte que se animó a disfrutar más allá de prejuicios y sin necesidad de violines siempre sonando en el fondo del cuarto.
Todo ello pudo estar presente en el llanto contenido de Carla, cuando apretaba la mano de Juana e insistía:
-       …muy muy orgullosa…
-       Bueno, terminala Carla, ¿o me querés hacer llorar?... Te estás poniendo vieja y melancólica. Dejame de joder –hizo una pequeña pausa y aprovechó la ocasión para contarle en persona lo que llorando y a borbotones le había narrado por teléfono. El abandono de su pareja derivó en el viento rompiendo su ventana; de allí pasó al bombero; y del traje azul, al bar, la camisa- …y un perfume que cierro los ojos y me parece que lo vuelvo a sentir…
-       Siempre lo dije, sos como los animales. Machos, como los animales machos. Y a mí no me vengas con metáforas, te lo querés comer. Me parece bárbaro, un bombero hay que probar. Una no se puede morir sin probar un bombero…
Juana ríe a carcajadas. Carla habla moviendo mucho las manos, sus pulseras tintinean, sus pestañas engrosadas van y vienen imprimiéndole a las frases la seriedad de quien está definiendo el futuro de la nación.
-       …no, no; no lo toco ni loca –dice Juana.
-       ¿Pero por qué? ¿Es casado?
-       No. Es bueno. Me parece que es buen tipo. Y no le quiero hacer mal…
-       ¡Ay Juana, terminala con esas pavadas! ¿Por qué le vas a hacer mal? ¿Quién sos? Sos una hermosa mujer, que está sola, inteligente, independiente… Está bien, sos un poco rayada, pero… ¿quién no?
-       No es que me preocupe cómo soy yo –responde Juana, mirando fijamente el mar-, la verdad que a esta altura, te diría que me acepto. Pero… te soy sincera, lo que no quiero es volveeer a conocer a alguien, en realidad, la parte fea de alguien. Porque todos la tenemos, siempre va a haber cosas que no nos gusten del otro, pero yo no me banco ese trayecto del descubrimiento. Es más, me resulta insoportable el solo pensar en…
-       Pará –la interrumpe Carla- ¿Nunca reparaste en la posibilidad, de que esa “parte fea” que decís que todos tenemos, y que es verdad, no te lo voy a negar, sea en alguien de una clase que no te pese? No sé si me explico… Es decir, ves esos errores que taaaanto te atormentan –explica Carla-, pero esos, justo esos, los que tiene esa persona, no te resultan insoportables… No sé, yo en tu lugar, me dejaría sorprender un poco más –Juana la mira con atención, como niño en el primer banco de escuela-. Pensalo amiga –agrega Carla-, por lo menos date esa oportunidad.


22

Blas no es un gran lector. Lejos de serlo, hace años que no toca un libro, salvo los que le obliga su actividad en el cuartel, donde se capacita permanentemente. Cuando tenía veinte años, se interesó por la Historia y las gloriosas gestas de algunos de los personajes que ornamentan billetes. Ahora está redescubriendo la sensación de tener una novela en las manos y cuánto eso lo regocija y lo transporta. Había sufrido profundamente en quinto grado con “Mi planta de naranja-lima” y ese es el amargo primer recuerdo que tiene de haber terminado un libro.
Tácitamente asumió un compromiso con Juana, leerla. Considera que es una forma de entender su mundo y las estructuras de sus pensamientos. Le fascina la idea de poder discutir con la escritora, las soluciones o no de las vicisitudes de los personajes. Se pregunta a cada momento si verdaderamente ella actuaría tal y como lo describe en esas páginas. Aún no puede discernir si le interesa más la trama o las manos que la tramaron, pero de todas maneras lee de continuo casi con voracidad. La foto de Juana en la contra solapa, es paso obligado para los ojos del muchacho cada una de las veces que cierra el libro. Se la ve casi de perfil, mirando por una ventana, tiene lentes de aumento y una camisa clara con cuello abierto. Una correcta mezcla de sensual intelectualidad con un leve sesgo varonil.
A medida que avanza en la lectura, se da cuenta de que puede usar la voz de Juana para que ella misma le vaya narrando la novela. Hasta la escucha reírse cuando alguna situación lo detalla. Es un ejercicio alucinante que lo mantiene más tiempo leyendo del que hubiera imaginado y también lo mantiene más tiempo del que hubiera imaginado pensando en ella. La siente cercana y confidente, expuesta y vulnerable. Se pregunta si algunos pasajes son autobiográficos, si lloró esas penas y usa la escritura para compartirlas.
Ya pasaron casi dos semanas desde la noche del bar y él no para de pensar en cómo reaparecer sin molestarla, buscando la manera de capitalizar aquel: “…a la vuelta vemos…” La imagina dedicada todo el tiempo a su actividad profesional, y aun así, él, desde la periferia de sus días de escritora nómade, juega su carta. Le agradece al viento aquel, destructor de ventanas, el hecho de tener el celular de Juana. Se decide a enviarle un mensaje de texto, pero antes piensa: “qué le escribo a esta mujer, es como querer sorprender a un chef con un pancho, tengo que ser breve y directo; bala de plata”, concluyó convencido. Entonces puso:
“Un pancho para Mallmann”.
Pensé en ser original e interesante pero cambié de opinión.
Quiero volver a verte.
Blas

(Continuará…)

El perfume



Por Verónica Ojeda / Téc. en Parquización Urbana y Rural
veronicaojeda48@hotmail.com

Cómo empezar a relatar esta historia si ni siquiera yo sé dónde comienza. Bueno, creo que más o menos así…
Recién caía la tarde, tarde fría de invierno bien instalado, cuando despertó de la siesta que religiosamente hacía a diario, refregándose los ojos y dando estirón de brazos inauguró el momento de trabajo que, seguramente, lo iba a mantener en vela toda la noche o buena parte de ella.
Se asomó a la ventana y miró a través del vidrio medio empañado, como si buscara algo nuevo en esa vista que hacía unos días, desde que había llegado a ese pueblo, era su horizonte, el que le iba a traer la  inspiración que andaba buscando hacía un tiempo. Se pasaba horas mirando las montañas como pretendiendo grabar en su retina esa imagen, para poder recordarla cuando estuviera lejos. Quizás pensaba en las musas bajando desde la cima, deslizándose por los senderos cubiertos de nieve, bulliciosas, vivaces, yendo a su encuentro. Era testigo de las puestas de sol, momento sagrado si lo hay en el lugar, el astro parece no querer irse nunca y pincela la tierra de rojos y rosas, hasta que al fin se oculta.
La pava chirriante pospuso el instante de silencio, la hora del té con aromas frutados, emanando vapores dulces que perfumaban todo el living creando el clima perfecto para el momento de la escritura.
Sentándose en su sillón Thonet, acomodó el almohadón, preparó su ordenador y cual pianista en pleno concierto, comenzó el tipeo con un ritmo constante, y sin detenerse plasmó en aquellas páginas el comienzo de lo que sería el final de su novela. Cada sonido de su teclado, cada letra, cada pensamiento se le hacía cada vez más y más claro, la trama se iba cerrando.
Pasaron tres días y con la serenidad y la complacencia  de quien ha logrado su propósito, nostálgico pero feliz, preparó sus valijas para emprender el regreso a su ciudad, la ropa de abrigo, algunos libros que le sirven de cimiento para las noches de duda e insomnio, las pantuflas fundamentales e inspiradoras para el momento de trabajar, algunos productos del lugar como para no perder la costumbre de sentir esos olores, el pasaje.
Pasaron algunos meses y esa novela escrita entre la vista de las sierras y el aroma a té frutado, tomó la forma de un libro con ese perfume característico, mezcla de tinta y papel; en la tapa una foto de aquel lugar, la misma que llevaba en su retina. Llegada la primavera sintió la necesidad de volver al paraje  que lo había inspirado, quiso caminar por esas callecitas angostas  y en pendiente, de arquitecturas pintorescas, coloridas, ríos de piedras y donde el sol no quiere marcharse.
Algo que no sabía bien qué era, lo llevaba nuevamente a ese lugar, posiblemente el comienzo de una nueva historia, perfumada esta vez, quien sabe… ¿de canela y miel?



En el cielo, con diamantes



NEPTUNO

Por Sergio Galarza
sergiogalarza62@gmail.com

Los primeros cinco planetas del sistema -excepto Tierra- fueron descubiertos en la antigüedad a simple vista, al medir su movimiento con respecto a las estrellas supuestas fijas contra el fondo del cielo. Urano fue descubierto por medio del telescopio; a Neptuno le cupo el honor de ser el primer planeta en ser descubierto por medio de lápiz y papel.
El telescopio fue desarrollado en 1909; hacia 1687 Newton modificó un trabajo de Kepler; con él pudo predecir con relativa exactitud el andar de los astros. En pocos años, todos se dieron a calcular esto y lo otro como si el cielo respondiera no ya a un Dios omnisciente, sino a una única fuerza (omnisciente, asimismo), ora de impulso, ora de atracción.
Así, cuando un astro no respondía a las previsiones, pronto se pensó en ocultas influencias, deducibles por medio de cálculos que puede realizar cualquier alumno secundario. A la suma de estos sucesos le llamamos la revolución científica posterior al renacimiento.
Neptuno tiene diversas capas, hidrógeno, helio, agua y metano hay en su atmósfera; luego, un mar en extremo denso; por último, un núcleo de roca fundida, agua, amoníaco y  metano; muy caliente el núcleo, genera al menos dos procesos notables: los vientos más violentos del sistema solar, y una lluvia de cristales de diamante, producto de la descomposición del océano de metano.
Así es, cuando en el futuro queramos practicar deporte extremo, este consistirá en recoger diamantes de lluvia de Neptuno, luego de haber surfeado un mar de olas magenta, gracias a los huracanes más terribles que uno pueda imaginar.
Al telescopio de aficionado, Neptuno se muestra aguamarina; un punto mínimo, claro, porque está lejísimo, treinta veces la distancia Tierra-Sol.
El Dios del Mar posee varios satélites; entre ellos destaca Tritón, asteroide robado a una región más lejana de nuestro sistema, llamada cinturón Kuipers. Este bien vale un viajecito pues posee vulcanismo helado (criovulcanismo), atmósfera activa e hidrocarburos en ella. En una palabra, interesantes perspectivas de vida hay en él.
El descubrimiento de Neptuno marcó el inicio de una época que no ha finalizado. Los aciertos y errores en las observaciones zanjaron un lugar a los teóricos, y vaya si han sido fecundos. Pronto llegaría Plutón y, aún, el fallido Vulcano, supuesto entre el Sol y Mercurio que hubiera explicado las anomalías orbitales de este último. Precisamente, por nunca haberle hallado fue que la ciencia pudo avanzar e inventar una nueva física, la einsteniana. Como los seres de Tlön*, descubrimos todo lo que buscamos.
Hoy los astrónomos desentrañan no ya planetas y asteroides, sino lejanas Tierras extrasolares por medio de tenues líneas espectrales.
Recordemos que los espectros son abanicos de frecuencias que se obtienen al descomponer la emisión de un objeto radiante. Es decir, todo lo que existe emite ondas y estas ondas varían con una frecuencia determinada. Un espectro natural conocido, es el arco iris, descomposición de la luz solar en abanico de colores. Por citar ejemplo, uno podría saber que hay gotas de agua de lluvia en nuestra atmósfera con sólo ver de muy lejos el arco iris de la luz.
Como ven, y más allá de Neptuno, la ciencia es entretenida, agradable y en extremo asequible.

* Tlön, del cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, escrito por Jorge Luís Borges, donde se critica el conocimiento humano contando que, en Tlön, los hombres son idealistas, y su idealismo crea lo que es real, de modo que les basta con imaginar una moneda perdida en el barro para que luego alguien la halle. Tiene punto de contacto con la trama de la novela “Solaris”, de Stanislav Lem.