Tapa Julio 2012


Contratapa


LA SERENIDAD DE LA NOCHE

Por Enrique Medina


Goza la serenidad de la noche, Anías. Pasea por el jardín iluminado. Acaricia el Neptuno que desde el centro domina el extenso terreno. Pone la mano a mojar para que la cascada, en el hecho, se muestre agradecida de que él la haya ubicado en un lugar privilegiado del jardín. En las esquinas y en medio de caminitos están, estratégicamente, los bustos de Alejandro Magno, Beethoven, el grupo de Las Tres Gracias, el Pensador de Rodin, y un brioso caballo, todos hechos por su padre cuando él aún no había nacido. Sólo son esculturas de mesa bien instaladas en pedestales fastuosos que las ponderan aún más, pero están bien creadas y se lucen. Hechas cuando su padre soñaba con ser un artista destacado. Luego ese sueño se quebró.
Va a la leonera. Busca un libro sobre caballos y observa las fotos detenidamente. Entonces quita el paño que cubre la escultura que está haciendo y la compara con las fotos del libro. Sonríe porque descubre su error: una de las patas levantadas como que se nota algo hundida en el cuerpo del animal. Debe rectificar alargando apenas el primer tramo de la extremidad. Detiene sus observaciones y se queda quieto. Presta atención a los ruidos exteriores. Apaga la luz. Cuidando de no provocar ruido va hasta un rincón. Abre un viejo armario de metal donde guarda sus defensas. Justo hoy que estoy sin los perros, piensa. De una cartuchera extrae una pistola. Le acopla el silenciador. Se queda estático un buen rato hasta dominar la mudez de la noche. Cuando reconoce el murmullo de los árboles comienza a distinguir los ruidos intrusos. Una nube se interpone y la iluminación de la luna es ineficaz. Mira por la ventana y espera. Espera hasta que divisa, acercándose por detrás de los muros, una luz en movimiento, temblorosa. Es una linterna de llavero por la poca luz que emite, piensa. Hecho el cuadro de situación, con suma lentitud y sin hacer ruido sale de la leonera y cruza el jardín. El intruso casi como que canturrea. No, no canturrea. Habla bajo casi estimulándose para lograr abrir la puerta trasera de la casa. A una distancia prudencial, Eustaquio Anías alcanza a observar que la luz de la linternita se filtra por los intersticios de la cerradura. Nervioso, el intruso intenta abrirla con una ganzúa. Debe ser muy rudimentaria, casi que me sospecho alambres, deduce Anías. Se ríe el intruso, discute consigo mismo como si él fuera dos en vez de uno, y dialoga preguntándose y respondiéndose, insulta y se insulta ante el contratiempo de no poder abrir la cerradura de mierda. Mejor hago palanca, dice. Pero no logra nada. Nunca logrará nada porque el tirante que cruza la puerta desde adentro se lo impide y él no lo sabe. Anías cree que el invasor está bien borracho y se dará por vencido y se irá. Escucha rumores. Parece que no quiere darse por vencido. A pesar de que el muro es alto, luego de varios intentos el intruso por fin consigue encaramarse a caballito. Se inclina hacia afuera y hacia abajo el asaltante, y Anías escucha que dice: dame la mano. En segundos, son dos las sombras amenazantes sostenidas por el muro. Saltamos, dice uno. Dale, dice el otro. Y caen a tierra. La nube que tapaba la luna se desplaza suave ayudando a Anías, que sin dudar y con precisión aprieta dos veces el gatillo y ambos intrusos se quejan sorprendidos. Y otro disparo como escupitajo al que estúpidamente prende la linternita de mierda. Y otro más al bulto en sombras que araña el muro, y otros dos sordos silbidos disparados en las espaldas para estar tranquilo. Se han aquietado. El de la linternita se queja apenas. Eustaquio Anías balea dos veces al cuerpo y ya no hay quejas. Para asegurarse le dispara una vez más, aunque innecesariamente, al centro de la cara. Y debe sentarse en un banco porque el dolor que le oprime la cabeza aprieta como cuero secándose. Entra a la casa y toma dos calmantes. Sin saber por qué piensa en su tía. Ella decía: Lo que hay que hacer sí o sí, conviene hacerlo lo más pronto posible. Tenía razón. Olvidando por completo lo sucedido, Eustaquio Anías se sienta a la compu, y se distrae. Siente ahogo, siente que su cuerpo se desintegra, como si el dedo de Dios lo señalara reclamándole conducta, sin pensar en el tremendo dolor que le atenaza la cabeza como si una sierra de dientes puntosos lacerara la carne y se enredara en el duro hueso que resiste pero que debe ceder ante la necesidad del alma. También separa el jirón blando, laxo, rojo y mórbido, sucio como la puerta del horno, útil y solidario, caliente y rojo, siempre rojo. Golpea y golpea Eustaquio Anías sobre el teclado que cree tener bajo sus dedos, aunque no sea un teclado sino la magnánima mesa de madera que procede como lápida viva. Enchufa la sierra y divide lo que corresponde, con dolor infinito y sin piedad entre gigantes olas de tierra y sudor de palas que se clavan de punta en el jardín querido, llegando al fondo que lo atrae y domina, como un golpe de hacha en plena nuca inmaculada.  Y ve esas manchas de sangre en la puerta de la heladera, tan imperecederas, tan inmarcesibles como su padecimiento...

Día del Amigo - Fotos Leo Malizia


Directo al corazón... roto


A CONFESIÓN DE PARTE, RELEVO DE PRUEBA*

Por Alejandra Tenaglia

¿Te acordás esa vez que en tu sección del corazón, hablaste de un hombre que te dijo que te contaba varias historias y que vos elijas la que quieras? Así, como haciéndose el ganador… Bueno, yo vendría a ser la contrapartida de él, es decir, una perdedora serial. Así comenzó su relato nuestra protagonista de hoy. Luego, con humildad mayúscula, narró tres historias en las que los sucesos ocurrían siempre en el mismo orden, amén de la amplia gama de diferencias que englobaban. Y finalmente, sacó conclusiones que, palabras más, palabras menos, así decían: El problema soy yo. Me enamoro de un modo que al otro, le debe resultar insoportable… Por varios motivos. El primero es, la adoración que siento y no puedo disimular. El otro se me representa como algo imposible de alcanzar, magnánimo, lleno de virtudes, a todo lo que hace le encuentro un significado mágico, útil, importante… Lo segundo viene enganchado de lo primero, pierdo todo interés por mis cosas, es decir, mi trabajo, mis ocupaciones, etc. Todo-todo-todo lo que no tenga que ver con él, me parece estúpido. Y el tercero es el más grave de todos, porque imaginate que a un tipo le puede gustar que lo adulen y le celebren hasta los estornudos, puede además soportar que la mujer que tiene delante no tenga convicciones muy firmes, porque en definitiva puede estar pasando por un momento de desgano que él no tiene por qué imaginar que tiene que ver con el enfrentamiento con él, pero lo que no va a soportar, es que la tipa lo vuelva loco… Y hablo de preguntarle todo el tiempo dónde está, con quién, haciendo qué; y reclamarle por qué no llamó, no vino, no eligió estar conmigo cuando se despertó y cuando se fue a dormir… Y además de todo eso, que tengo clarísimo y además me lo han dicho mil veces: asfixia, encadeno datos sueltos y la situación resultante está siempre en mi contra, me deja mal parada, me degrada… Pasando en limpio, lo que pienso es: me miente, me engaña, me está usando, me lo hace a propósito, no le importo un comino, se está riendo de mí él y todos sus amigos, etc. Pero lo peor de lo peor –porque también lo tengo claro, algo de esto piensan también las mujeres “normales” sin que la historia se les desbarranque como me pasa siempre a mí-, decía, lo peor de lo peor es que a todo eso lo pienso, lo sufro, lo vivo como real y… se lo digo. Sí, se lo digo todo. Y se lo vuelvo a decir. Y se lo repito y repito y repito hasta que, tarde o temprano, según el carácter del muchacho, no está más, chau, se fue para no volver y ¡con toda la razón del mundo! Porque ahí es donde yo caigo, recién ahí caigo en que hice lo mismo-mismo-mismo ¡de la vez anterior! ¡Otra vez arruiné todo con mis paranoias! Pero no lo puedo evitar, me toma una fuerza que no sé qué es… La racionalidad se me evapora, ¡a mí, que trabajo con números! Aunque a veces pienso que eso también puede tener que ver, porque los números son una abstracción, y yo en esos casos lo que hago es abstraerme, justamente, de la situación concreta y… Divago. Porque después me siento a charlar con una amiga, dos, tres, y aunque todas piensen diferente entre ellas, en lo que coinciden es en que yo no puedo ver las cosas como son… Me voy… Me voy… Y me voy por el lado negativo, porque si fuera una positiva empedernida, viendo en todo un signo de que el tipo está muerto a mis pies, a lo mejor la cosa tampoco funcionaría pero por lo menos ese ratito, ¡la pasaría bien!
Es triste. Repetirse es triste. Y repetirse en lo malo, es tristísimo… Porque, vos no sabés el amor que yo siento, es enorme, me sobrepasa, me rebalsa… Sentir así no creo que esté mal… Yo siempre digo que nací desfasada, porque el corazón me anda bien, pero lo que me anda mal es la cabeza… Ahí, cuando le doy lugar a mis pensamientos, el fin es inminente. Es como si largara perros de caza hambrientos de malas noticias, que van-van-van y hasta que no las encuentran, ¡no paran eh! Y si no las encuentran, se traen algo parecido…
Se me ocurrió contarte porque a veces escribís sobre el desamor… Y acá no hay sólo desamor de una de las partes (los otros, por supuesto), sino también desamor mío hacia mí misma… Y creo que leer esto, a alguien que le pase lo mismo, lo puede ayudar a darse cuenta que somos muchos… ¿O vos decís que me pasará nada más que a mí?...

* Basado en una historia real, cuya protagonista a pedido la reserva de sus datos.

Libros


MORIR PARA CONTARLA

“LA MUERTE DE ARTEMIO CRUZ”



Por Julieta Nardone
julinardone@hotmail.com


Hay un verso de Pessoa que es como prender un fósforo en la oscuridad más rotunda; no resuelve la situación, pero la modifica por un instante: “hoy estoy lúcido, como si estuviese a punto de morirme”. El fallecimiento reciente del escritor mexicano Carlos Fuentes (ocurrido el 15 de mayo pasado, a los 83 años) nos lleva a rememorar a uno de sus tantos personajes complejos y controvertidos, Artemio Cruz (Biblioteca Básica Salvat, 1971). La vida turbulenta de este político moribundo, un “hijo de la chingada” que se corrompe a la par que las ideas populares toman un cariz burocrático y demagógico, se irá reconstruyendo en montaje con fragmentos de lo privado y lo colectivo, del devenir socio-político a la situación personal. Sugerente lucidez de una agonía liberadora. Pero la libertad -valga la aclaración- antes que derecho o valor colectivo, aquí se juega como conquista de supervivientes.
Es en esta misma línea que sobresale la recurrencia de monólogos del protagonista, ajustando una y otra vez la tensión entre la búsqueda de una razón para la propia vida y el condicionamiento casi fatal de la revolución mexicana. Y vivir, lo que se dice vivir, para Artemio Cruz parece ser accionar y no atestiguar. No existir a medias, asumir la vida: ser esclavo o amo, soldado o desertor, canalla o amante, audaz u oportunista… Lo que se deba ser, serlo completamente: “Imagínense en un mundo sin mi orgullo y mi decisión, imagínense en un mundo en el que yo fuera virtuoso, en el que yo fuera humilde: hasta abajo, de donde salí, o hasta arriba, donde estoy: sólo allí, se los digo, hay dignidad, no en el medio, no en la envidia, la monotonía, las colas: todo o nada”.
Por cierto, es llamativo el tratamiento histórico que presenta el libro en tanto que excede el simple marco referencial y se fusiona con prolijidad -sin mostrar los engarces- a una dimensión que bien podríamos llamar existencial: “te vencerán porque te obligarán a darte cuenta de la vida en vez de vivirla”. Sentencias de este tenor, en cifra de futuro, resuenan como eco de una voz que se diluye y cambia, pasando por diversos anclajes pronominales y temporales. Asimismo, el libro no parece haber sido escrito para leerse de un tirón, pues en sintonía con una forma de novelar vanguardista y latinoamericana, se quiebra el tratamiento lineal de la trama y emergen las astillas de distintos mundos o épocas por las que pasó el protagonista. Así, mientras que por un lado se muestra un relato en presente que se ocupa de la habitación en donde transcurren sus últimas horas y se oyen las voces de su esposa Catalina, de su hija Teresa y su nieta, como las intervenciones de su administrador Padilla y los comentarios del médico sobre la gravedad de su salud; por otro lado -aunque las zonas se confundan y tiendan a mostrarse inseparables por el fluir de la conciencia del propio Cruz-, se agolpan caras, nombres, escenas del pasado, que irrumpen del vacío o forcejean desde la propia resistencia a permanecer sus últimos momentos atado al reproche, al resentimiento y la culpa.
Esta particularidad de la forma narrativa (claramente deudora de los recursos cinematográficos) maniobra el tiempo en una sincronía paradójica, resultando decisiva ya que permite que la historia se mantenga abierta y no como una realidad que va desapareciendo con la proximidad de la muerte, de la que simplemente nos quedaría la evocación del recuerdo. De igual modo en que el vaso roto puede volverse a recomponer por un ardid del tiempo en la imagen, aquí el relato agónico anuncia de forma cíclica una vida que se está experimentando o que surgirá dentro de poco. La dilatada desaparición de Artemio coincide, pues, con el momento juvenil en que se alza y elije el destino de su propia existencia.
Regusto amargo de lo efímero, metáfora cultural de los pueblos latinoamericanos, opulencia que llena el vacío, miseria y dolor que iguala. Ideas y acciones, el relato y la historia: vivir-morir, morir-vivir, para contarla.

Cine


INCOMPRESIONES RETÓRICAS

“LA SEPARACIÓN”

Por Lorena Bellesi
bellesi_lorena@hotmail.com

El desacuerdo entre pares es una constante en el convivir diario de cualquier individuo. Cada una de las actitudes personales refleja el talante espiritual e ideológico privativo. Cuando el conflicto recrudece y queda atascado entre razones irreconciliables, la gran mayoría suele recurrir a la figura del abogado, profesional intercesor amparado en la ley escrita, que defiende los intereses de una de las partes en litigio. En efecto, en la actualidad, la intervención de estos letrados ha ido en aumento, y  parece ser la manera más eficaz de llegar a una solución reparadora, no sin antes atravesar procesos judiciales casi interminables, que se hunden en kafkianos laberintos copados de expedientes y declaraciones, apelaciones y sentencias. En La separación (“Jodaeiye Nader az Simin”) el panorama legal se nos antoja, por lo menos, extraño. La película dirigida por el iraní Asghar Farhadi centra su historia en la islámica Teherán, muy lejos del reconocible capitalismo occidental. El nudo argumental del film se relaciona con las manifiestas discrepancias, disidencias entre semejantes, entre cónyuges, entre ciudadanos. Desde el comienzo se hace evidente esta situación, de cara al Juez un matrimonio va enumerando oralmente, y sin intermediario alguno, las  razones por las cuales quieren divorciarse. Acá no hay lugar para aparatosos estrados hollywoodenses, ni siquiera para finales discursivos memorables; el espectador, en todo momento, siente el peso de impartir justicia, actúa como una suerte de magistrado atento a los argumentos de cada una de las partes.
Los factores que promueven la ruptura marital derivan directamente de la escasa coincidencia respecto a cómo continuar. Para Simin es de vital urgencia abandonar el país, y tal como lo había planeado con su esposo, irse a vivir al extranjero, por el bien de la hija de ambos, Termeh, de casi once años. Sin embargo, Nader considera imposible marcharse ahora; su padre, con quien vive, padece Alzheimer, está débil, abstraído en un tiempo pasado, desconectado totalmente del presente, requiere atención permanente. Hay silencio de los personajes en cuanto a juzgar la situación institucional del país, la cámara insinúa bastante; por mencionar un detalle casi perturbador, no llegamos a conocer jamás la cabellera de ninguna mujer, cuidadosamente cubierta.
A esta primera situación conflictiva de distanciamiento, se va a sumar una segunda mucho más compleja. Simin abandona el hogar, en consecuencia Nader contrata a Razieh para que cuide de su padre. Ambas mujeres, madres las dos, son la contracara de lo femenino en Irán. La primera es independiente, profesional, segura de sí misma. La segunda, en cambio, toma el trabajo pero se lo oculta a su esposo, temerosa de estar haciendo algo malo, de estar pecando. Su vida gira en torno a la fuerte convicción religiosa que profesa. Por eso, en el mismo instante en que todo se entra a complicar dramáticamente entre patrón y empleada, Razieh sólo actúa de acuerdo a los mandatos islámicos. No puede mentir, aunque eso la perjudique.
La separación logró consagrarse en grandes competencias, su reconocimiento internacional mayor es haber obtenido el Oscar como Mejor Película en Lengua No Inglesa. Parte de su mérito está en representar una cuestión que excede lo cultural: hallar soluciones complacientes a conflictos cuyas partes tienen algo de razón, poner en evidencia la inhumanidad, sin grises, de los estatutos legales. Armada como un inteligente careo verbal entre sus protagonistas directos, sin polarizarlos a éstos en malos y buenos, la película no detiene nunca ese ritmo tenso que genera el uso persuasivo de la palabra. Paradigma radical de las sutilezas de la lengua, en un marco de emociones profundas y dolorosas. “C’est la vie”.