Bienvenidos al Nº 15



Mientras terminamos de armar la edición impresa del Nº 16, correspondiente al mes de junio, les dejamos aquí parte del material correspondiente a mayo.
Saludos y hasta el próximo encuentro.





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DIZZY-FRESEDO

Por Enrique Medina

Fue un gran bochorno el que sufrió Dizzy Gillespie al llegar a Buenos Aires en el 56. Un prestigioso hotel, en el que se habían hecho las reservas del caso, presumiendo desarreglos no calculados, le negó el ingreso aduciendo falta de cuartos para toda la orquesta. Consiguieron buena onda en el Hotel Continental de Diagonal Norte. Actuó en el Teatro Casino y el éxito del rey del “be-bop” fue impresionante; tan impresionante como ver sus cachetes inflados igual que enormes zapallos cuando soplaba la trompeta, torcida hacia arriba para que la audiencia escuchara mejor y los músicos no ensordecieran. Logramos colarnos ayudando a entrar los instrumentos. Éramos tres rayados desvergonzados, creídos de que el tarzanesco inglés que chamuyábamos era más que suficiente para hacernos entender. Corito, que estudiaba el clarinete, lo sacó del estuche que había fabricado haciéndole un corte al forro del piloto, lo desenvolvió de la franela con la que lo protegía y lo mostró, como quien muestra el pasaporte exacto para matricularse al cielo tan deseado. Juanca, para que no nos sacaran a patadas, explicaba como podía que Corito era un genio. El éxito de esa temporada se llamó “Dudlin”, y casi como que era el símbolo de la orquesta. Una noche Dizzy paró frente a la Boite “Rendez-vouz” y entró. Corito, de colado. Me contó que el dueño del local era el maestro Osvaldo Fresedo y en ese momento estaba dirigiendo la orquesta. Dizzy se enamoró del tango “Vida mía” y levantó su trompeta apuntando al cielo para traducir la melodía. Él y Fresedo de inmediato se hicieron amigos, y quedaron en grabar juntos. Fresedo, justamente estaba creando su propio sello, por supuesto llamado “Rendez-vous”, así que decidieron aprovecharla. Dizzy quiso que el hecho fuera un acontecimiento bien promocionado y no que pasara sin pena ni gloria. Alguien se acordó de Gardel y Canaro vestidos de gaucho e hicieron lo mismo con Dizzy. Pero con el agregado de un caballo criollo que lo paseó por el centro de la ciudad. Artísticamente fue un acontecimiento memorable para la música argentina y mundial. Aquí, el disco salió a la venta con nada de difusión debido a que se desligaba de los intermediarios habituales en el negocio, y por ello, casi ni tuvo repercusión; ni fue pasado en los programas de jazz que había en algunas radios; mucho menos en las audiciones de tango que simplemente ignoraron el hecho. Nunca se supo si Dizzy lo editó en su país. No lo compré. Mi sueldito de cadete en la librería Mackern no me permitía semejante lujo. Lo compraría más adelante, pensé. Pero nunca más, claro. Porque las cosas se amontonan sin que uno se dé cuenta, y de pronto sólo quedan los recuerdos. Fue un momento cumbre para las posibilidades de universalizar el tango que en ese momento empezaba a decaer. Al año siguiente vino Louis Armstrong y en el Ópera cantó “Kiss of Fire”, un beso de fuego que no era otra cosa que “Adiós muchachos”. Se publicitó una foto de Satcho junto a Héctor Varela anunciando que grabarían tangos; esta vez en un sello de mercado. Pero no se dio. Luego hubo otros intentos, hasta que se logró lo del saxofonista Stan Getz y Astor Piazzolla. Pero lo de Fresedo y Dizzy fue sublime e irrepetible. Corito había comprado el disco y nos lo prestaba, pero parece que el Juanca un día no se lo devolvió y, como ocurre en estas cosas que pasan sin que nadie advierta la edad del tiempo, nunca más se habló de ello. Hoy, por suerte existe la internet. Basta escribir los nombres de estos genios y enseguida viene el disfrute de una música celestial que sólo se logra cuando los ángeles que la interpretan son, y digo ahora, que estoy flojo de sinónimos y debo caer en lo convencional, ejemplares e insustituibles. Pero seguramente hay mucho más que eso, si es que uno siente la penosa necesidad de trazar un acorde, rumboso y significativo, aunque perezoso, llenando esta página,  que, aunque de frágil papel, late, tenue y armoniosa, en este teclado que presiono, musicalmente, para evidenciarme. 


Directo al corazón... roto


OJOS NEGROS, PIEL CANELA…*

Por Alejandra Tenaglia

La música ha logrado albergar en su seno tantas variadas historias de amor, que difícilmente se presente una situación de la que no podamos hallar su reflejo en letras que van desde el tango más lánguido hasta el rock más violento. Aun cuando la historia que la canción cuenta difiera notablemente en su esencia, con una situación definida y concreta, su comienzo, el estribillo, una descripción, una línea solitaria, son suficientes para que la asociación se produzca y el lazo se anude inexorablemente. Entonces ocurre que el tiempo pasa y la canción suena una tarde cualquiera, haciendo emerger los recuerdos que se presentan frescos como niños traviesos que habían permanecido escondidos más allá del horizonte.
Leí la historia del periódico anterior y no pude evitar pensar en la mía, también triste, pero lejos, lo más importante que me pasó en la vida. Eso afirmó nuestro protagonista de hoy, antes de narrar aquello que por un rato, fue más presente que el atardecer sucediendo mientras yo lo escuchaba. Su mirada invadida por puntas de estrellas. Sus gestos perdiendo la seguridad que suelen encarnar los adultos y vueltos titubeantes, descontrolados y hasta infantiles.
Desde el momento en que te vi cruzando la calle hacia mí, sabía que serías mi perdición. Eso le dijo el caballero a la dama, en el tercer encuentro. Cuando ella lo arribó en la calle por cuestiones laborales, él impelido por motivos que no supo explicarse, menos aún en medio de su maratón diaria, dilató un asunto solucionable en pocas palabras y pactó un café para la semana siguiente. En el segundo encuentro, emprendió una charla que mucho distaba de aquello que los reunía; una charla que ni siquiera recuerda debido al encandilamiento que le produjeron los ojos negros de ella, y su piel canela. Excusó entonces la necesidad de un nuevo encuentro, para ratificar datos que conocía tan bien como el tramo de la ruta que una vez por semana atravesaba para llegar a este pueblo a trabajar. Y en esa semana que separó un encuentro del otro, removió cajones casi olvidados, renovó su vestuario, observó de cerca en el espejo a un hombre que había dejado lejos, se preocupó por los kilitos de más y el pelo de menos, redescubrió que las flores tenían aroma, el cielo una magnífica geografía y las personas algo que las distinguía unas de otras. Al fin logró detener su ir y venir, y movido por la reflexión, admitió que la aparición de esa mujer, de la que tan poco conocía, era la causa inequívoca de su alboroto inminente. Hombre de pocas vueltas y ninguna estrategia, le confesó todo esto en el mismísimo tercer encuentro, una tarde cruda de invierno, en un bar desolado del pueblo. Vas a ser mi mujer, algún día; dijo envalentonado y sintiéndose con la fuerza suficiente como para escalar el Everest descalzo. Y parece que lo consiguió, ella fue su mujer durante un breve tiempo, no más de 3 ó 4 meses, en los cuales, sin embargo, no dejó de repetirle a nuestro enamorado, que sus planes no incluían arraigarse a nada más que el momento que el presente iba tejiendo. Él lo intentó todo para que esos planes cambiaran, convencido de que el amor puede hacer cambiar el sentido de rotación de la Tierra y de que era imposible que un sentimiento tan profundo no pudiera operar al menos por contagio. Pero ella igual lo abandonó. No obstante, él sugiere: quizás sí logré que me amaraTal vez, sólo tal vez, el fin devino por aquello de “estar en momentos diferentes”. Y quién sabe si aquello de que “la vida siempre da una segunda oportunidad”, no sea también verdad. Siguiendo con la sintonía de su decir, nadie sabe lo que sucederá mañana…

* Basado en una historia real cuyo protagonista a pedido la reserva de sus datos.

Paisajismo


ARBOLADO URBANO

BENEFICIOS

Por Verónica Ojeda de Razzini / Téc. en Parquización Urbana y Rural
veronicaojeda48@hotmail.com

Al transitar las calles de un pueblo o ciudad es ineludible la presencia de árboles que vayan acompañando nuestro trayecto, proporcionándonos a simple vista la estética de un agradable paisaje, el reparo de las lluvias, la sombra en el verano, además de muchos otros beneficios que no son visibles pero quizás son los de mayor relevancia, como por ejemplo la amortiguación de la lluvia en el suelo. La copa de los árboles está diseñada para atrapar las gotas y hacer que estas se deslicen por las hojas y tronco hasta llegar al suelo, de esta manera se protege su parte superficial, retardando la erosión del mismo.
Estos también albergan fauna en su interior y proporcionan sombra atenuando el impacto solar directo. Los árboles reducen el calentamiento de la atmósfera y regulan el clima de la tierra.
La falta de árboles suficientes en un ejido urbano provoca el calentamiento de las calles, elevando la temperatura que a su vez se proyecta en las viviendas.
También reducen la velocidad del viento, a través de la copa estos filtran polvos, cenizas, humos, esporas, polen y demás impurezas que arrastra el viento. Otro beneficio es que reducen la contaminación sonora.
Generan biodiversidad, un ejemplo de ello son los bosques que posibilitan que otras especies coexistan bajo su protección.
En cuanto a lo social mejoran nuestra  calidad de vida, ya que caminar bajo una arboleda nos hace sentir sosegados, serenos, nos sentimos despejados.
Se ha comprobado en hospitales o centros de salud la importancia que tiene el verde en la recuperación de los pacientes, en estos lugares debe pensarse en especies que conserven las hojas durante todo el año.
Los árboles revaloran la propiedad residencial, por todos estos beneficios ¿por qué no protegerlos y darles el valor que verdaderamente tienen?
No pongamos en nuestras veredas árboles exóticos que trajimos como souvenir de nuestras vacaciones, ¿por qué ir tan lejos? Utilicemos árboles autóctonos, o de zonas con características climáticas similares a las nuestras, averigüemos qué tamaño desarrollará la especie para ver si nuestro ancho de vereda condice con él y sobre todo si lo vamos a utilizar en arbolado urbano, que no produzca ningún tipo de fruto o flor de características tóxicas.
El último consejo, respetar el momento para la poda y asesorarnos para realizar un buen trabajo de modo que podamos seguir disfrutando de ellos.
Cuidemos nuestro lugar en el mundo.


A veces las cosas son, como si no hubieran sido


Por Carina Sicardi

“A veces las cosas son -me digo parafraseando a Borges-, como si no hubieran sido”. Así termina un cuento de Jorge Isaías, EL escritor de mi pueblo. Frase profunda si las hay.
Hay momentos en la vida que uno quisiera eternizar, ingenuamente. Detener el tiempo y que nada ni nadie cambie. Un estado de plenitud, éxtasis, grandeza. Un instante en que creemos poder ser dueños de la felicidad, en que todo parece responder a un acorde perfecto.
Una fotografía. Esa imagen detenida en un momento elegido, aquella que nos recuerda lo que un día fuimos. Un punto en la historia al que podemos volver en cuanto queramos encontrarnos con el pasado, cuando sentimos simplemente que las cosas son como si no hubieran sido, cuando están llenas de tiempo.
Pero como sucede con la palabra escrita, los ojos que posan la mirada en una foto, hacen que comience a ser parte de ella también lo que el observador imagina que pudo haber pasado con los protagonistas de una historia que le es ajena.
Desde el comentario nostálgico, resumido en la frase: ¿te acordás?, al comentario mordaz de: ¡qué viejo! o, ¡qué gorda!, hasta los que actualmente encontramos debajo de las publicadas por Internet, no son sino actitudes que demuestran que necesitamos pertenecer. Porque pertenecer implica indudablemente que “somos”. Aunque sea un pequeño papel secundario nos ha tocado en la película que otros protagonizan o dirigen; pero si logramos ser extras, quizás aparezca nuestro nombre (rápido y pequeño), al final del film.
Eso es lo importante, poder tener un nombre que nos identifique, un nombre y un apellido que dicen por sí mismos que somos parte de una historia ya iniciada, que somos descendientes de aquellos que nos preceden en el famoso árbol genealógico, en el árbol de la vida.
El nombre de cada uno de nosotros lleva escondida una anécdota que puede ser contada por aquella o aquellas personas que nos pensaron, que nos desearon, que nos identificaron. Nombrar a alguien es darle un lugar en el mundo, es inscribirlo en la historia. Y, ¡qué bueno es tener referentes a los cuales preguntarles sobre esos comienzos! Porque implica que fueron los que nos acompañaron, nos miraron, nos precedieron, y aún hoy caminan a nuestro lado.
En una charla de amigas de la infancia, surgió un tema, que fue casi un secreto compartido sin saberlo: todas habíamos fantaseado alguna vez, después de haber recibido alguna reprimenda materna (en realidad había escrito maternal, quizás porque creo que también los “retos” oportunos formaron parte del cariño con el que nos educaron), con ser hijos adoptivos. Este hecho hizo que buscáramos pruebas, evidencias de la existencia de una panza que coincidiera con la fecha casi escondida a veces, de las fotos del álbum familiar. O, en su carencia, el discurso del mayor de la casa al que creíamos más verosímil. No era otra cosa más que espantar el miedo a no pertenecer.
En ese mismo camino buscamos parecidos físicos, un rasgo distintivo, un sello, una marca (aunque a veces no nos favorezca), que nos haga sentir parte.
El encuentro con lo que somos es la identidad.
El miedo a desaparecer nos despierta el desafío de estar vivos.
Hace pocos días recibo un mensaje que decía: tengo miedo de ser tan feliz. No, en realidad es el miedo a dejar de serlo. Por eso la necesidad de eternizar fotográficamente esos momentos que ya no volverán. Serán otros, mejores quizás, pero no éstos.
Qué bueno sería poder permitirnos el diálogo con las personas que son importantes para cada uno de nosotros; saber de su historia que es también la nuestra. Después, no hay tiempo.
  

Cine


DIARIO ÍNTIMO DE UNA NIÑA QUE CRECE

“STELLA”

Por Lorena Bellesi
bellesi_lorena@hotmail.com

Primer día de clases. Stella no conoce a nadie: nueva escuela, nuevas caras. Una vez en el salón, sentada sola frente a su mesa, evalúa los rostros de sus también nuevos compañeros y, desde ese primer momento, se sabe diferente. Ella jamás formará parte del grupo de los “protegidos”, de aquellos niños cuyos padres los obligan a irse a la cama temprano, “yo no soy así”, afirma. Y rápidamente la directora, Sylvie Verheyde, nos hace saber el motivo por el cual  Stella, apenas ingresa al colegio, toma distancia de los demás. Sucede que el hogar de esta niña es bastante particular, sus padres están a cargo de un bar, que a su vez funciona como hotel, lugar de tránsito y residencia de borrachos y perdedores. Frente al disciplinado y normativo ámbito escolar, contrasta fuertemente este otro, lugar de pasiones y pura “jarana”.
Ambientada en la Francia de finales de los años 70, “Stella” es un encantador y muy emocional relato acerca de una niña de 11 años, que está transitando ese camino tan sinuoso y difícil que va de la niñez a la adolescencia. La actriz Léora Barbara interpreta espléndidamente a esta absorta  muchachita, dueña de una mirada vacía y al mismo tiempo, según las circunstancias, totalmente profunda y enternecedora. La voz en off de Stella es de una relevancia fundamental. Son sus comentarios, sus observaciones y reflexiones los que sacan a la luz el verdadero sentir de ella, y ésta sólo lo comparte con el espectador. Por tal motivo, la película se vuelve una narración absolutamente íntima, que la cámara acompaña con sucesivos primeros planos.
La vulnerabilidad de Stella sólo es el producto de la falta de contención por parte de los adultos. En general, los “mayores” que la acompañan son presentados como seres irresponsables, indiferentes y hasta abusivos, que amparan los agravios, algunos terribles, que ella recibe. El desamparo se hace palpable en los ojos de la niña, como también su entereza.
Será la amistad la verdadera fuerza motora de sus cambios y replanteos, la que le mostrará que el mundo puede ser un lugar mejor, que depende de cada uno saber aprovechar las oportunidades. Para Stella conocer a Gladys significó no sólo encontrar alguien con quien pasar el tiempo para dejar de estar sola, sino que también descubrirá, gracias a su nueva amiga, el maravilloso y desconocido mundo de la literatura y de los grandes escritores franceses: Balzac, Duras, Cocteau. La emoción de leer, de comprar un libro la desborda y la humaniza.
El universo de ambas niñas no coincide en nada, y eso repercute en el  desempeño de cada una en la escuela. Gladys es una de las mejores alumnas, es cordial y generosa. Trata a Stella sin prejuicio y no se burla del rendimiento escolar de su amiga, quien siempre está distraída o simplemente apática. Sus padres son judíos argentinos que emigraron a París. El papá es psiquiatra y hasta escribió un libro, un exiliado político (entona una canción del ERP) de tinte intelectual. La cotidianeidad de Stella, en cambio, está relacionada con la música a todo volumen, con los gritos y la pelea, el humo y el alcohol, con lo popular, con la falta de hábitos, con el caos en general.
Las palabras de los protagonistas jamás resultan forzadas, algunas de tremendo impacto emocional, son pronunciadas como al pasar, en consonancia con el ritmo sosegado con que se desarrolla el argumento. Con una estética que refleja fielmente los setenta franceses, que reproduce la música popular de moda por esos años y la integra al guión, la directora logra una imperdible y entrañable película sobre lo que significa crecer.