Tapa Julio


Invierno y amigos



Por Alejandra Tenaglia

Los anillos bailan en los dedos, con riesgo de perderse. Los pies se encogen dentro de los zapatos, como queriendo amontonarse. La piel se torna paliducha y el rostro es de sala de espera. No hay claridad por las mañanas ni tardecitas para sentarse en la intemperie ni charlas con paseantes que ignoren la prisa, el clima urge todas las partidas. Hay puñados de estudiantes avanzando cual montañitas de lana y frisa, bromeando casi todo, abarcando la vida con sus risotadas vaporosas medio escondidas en altas chalinas. Hay evidencia ineludible de la singularidad de cada voz, que permite descubrir quién es el portador, pues son pocos los rastros a la vista que ayuden en la identificación. Hay corridas en las entradas, empujoncitos acompañados de un siempre presente “vamos vamos que hace frío”. Hay matecito caliente a toda hora, desesperado y abrazado con las manos. Hay café con leche con pan y manteca y miel. Hay hornos marchando con furor, mucho más seguido que en otras épocas del año. Hay pucheros, estofados, guisos, pastas, bagna cauda, sopa y más sopa para izar la temperatura corporal. Hay puteadas a la hora de salir sí o sí y francas alegrías a la hora de permanecer junto a alguna llamita. Hay recuerdos de frazada en el piso junto a la ventana, justo allí donde empezaba a dar el solcito promediando la siesta y la infancia, con mi nona, que pasaba de ser peinada a ser maquillada a ser trampolín de saltos y víctima de cariños desmesurados, como sólo de niños nos arrojamos a darlo. Hay ganas de ovillarse en el sillón, control remoto en mano y mantita cerca, más algún chocolate para sobre enriquecer el rato. Hay un libro esperando avanzar sus páginas, a la diestra de un tecito que da la voz de largada. Hay quejas matrimoniales por el modo de girar en la cama sin el cuidado indispensable para que el chiflete que permanece expectante, no encuentre su oportunidad de filtrarse. Hay ventanas que reverberan de viento, vidrios escarchados y/o empañados, sectores de la casa donde pasamos corriendo. Hay calefactores, estufas, salamandras, todos ahora devenidos en lugar inmediato de reunión, pudiendo suceder hasta alguna pequeña riña por la ubicación en torno a ellos. Hay resfríos repetidos, repetitivos, repelidos con paliativos mientras el cuerpo no duela enterito y los ojos lloren alternativa pero continuamente, pues entonces, el reposo obligado con antibióticos será la única manera de recuperar la vitalidad para andar y la esperanza de respirar sin tanto inconveniente. Hay por las dudas y por si acaso, pañuelitos descartables en casi todos los bolsillos empezando por el jean y terminando en el saco. Hay gorros de lana y boinas variadas envanecidas por su protagónico momento. Hay pulóveres y chalecos revelando destrezas y habilidades de quienes a dos agujas o con crochet, tejen igualmente sus afectos. Hay medias hasta la rodilla, calzas debajo de los pantalones, cancanes con lo que venga, camiseta más camisa más pullover más sobretodo, poleras estiradas hasta donde les dé la tela, guantes con poca predisposición a mantenerse en pareja y destinos insólitos (para no hablar en verdad de la brujería que opera con ellos haciéndolos desaparecer en el instante en que más los necesitamos). Las mascotas duermen satisfechas en los rincones más calentitos o en cuchas especialmente preparadas para la temporada de baja graduación. En las ciudades, los hogares de tránsito dan amparo a los que viven en la calle acuciados por dramas inenarrables que hacen pie en carencias de toda estirpe. Hay organizaciones que salen a repartir comida calentita entre quienes se hallan en situación de riesgo. Hay grupos que distribuyen ropa fornida, donada y puesta a punto para templar almas. Hay gente buena en todas partes, claro que sí. Los que repiten que “no se puede confiar en nadie”, “nadie vale dos mangos”, “no hay nadie que no meta la mano en la lata”, “de mí que nadie espere nada”, han sufrido la peor de las corrupciones, que es la de la esperanza. Nadie, nada; acabemos con ese cuento que sólo conduce a callejones sin salida. Hablemos de quienes están preocupados por mejorar cada día en lo suyo sin por eso olvidar que hay un Otro a quien puede uno ser útil. Otro que ha venido caminando desde lejos a nuestro lado: los llamados “amigos de chiquitos”. Otro que anexamos luego, en esos chispazos de encuentro que cada tanto regala la vida. Otro del que poco y casi nada sabemos, pero a quien sentimos tan querido y perteneciente a nuestro universo, que hasta miramos de reojo y sin tanto rechazo a la teoría de vidas pasadas y demás asuntos esotéricos. Otro con quien sólo labramos un vínculo de ocasión, en esos pasillitos finitos que tiene el tiempo, donde lo que vale es la intensidad y no la extensión. Otro que ni cuenta se dio, del favorazo que nos hizo y por el cual lo recordamos en reincidentes sobremesas de anécdotas. Todos, ellos, amigos que nos abrigan la existencia. Apagan por un rato con su compañía, la luz oscura e inagotable de la soledad que nos habita. Hacen transitable las malas rachas, apurando con una carcajada la partida de los males que pretenden arrellanarse en nuestras moradas. Festejan con aplausos exagerados, los logros alcanzados. Salen a enfrentar sin casco ni escudo ni espada hasta al mismísimo Hércules, si nos hizo derramar una lágrima. Abren senderos nuevos en nuestro entendimiento, aportan ideas para robustecer proyectos, critican con pie de pluma o sin merodeos, nos quitan el flequillo de los ojos para que veamos mejor, nos frotan la espalda con amor, nos dicen una vez más, siempre: “dale, vos podés, no aflojés”. Brindan el calorcito justo para enfrentar el frío no sólo del invierno sino de los duros momentos. Tenerlos cerca, al lado, es una bendición. Claro que, por razones de comodidad, uno los lleva a todos (los que están y los que ya partieron) apretujados en el corazón. Amigos, feliz día.

Ansiedad... de tenerte en mis brazos



Por Ana Guerberof / Desde España

ana.guerberof@gmail.com

Lyle Mitchell, de 49 años, está casado con Joyce, de 51, y tiene un hijo adolescente: Tobias. La feliz pareja vive en Dickinson, un pueblo al norte del estado de Nova York, y trabaja en los talleres de formación de la prisión de máxima seguridad Clinton en Dannemora.

Lyle y Tillie, como se la conoce en su círculo íntimo, pasan juntos casi todo el tiempo. Se levantan a las siete de la mañana, mientras que los hombres toman cereales y zumo de naranja, Joyce se sirve un café con sacarina; está a dieta aunque no logra controlar su sobrepeso. Se propone hacer ejercicio cada día pero lo posterga. Tobey tiene registro pero no auto así que sus padres lo llevan hasta el instituto St. Regis Falls y luego recorren los 85 km hasta el correccional. Una vez por semana, al volver del trabajo se detienen en el supermercado que queda junto a la autopista; los otros días van directos a casa, preparan la cena y se sientan frente al televisor. Tobey —que es hincha del Real Madrid— juega al fútbol y vuelve tarde de los entrenamientos. Lyle y su hijo son voluntarios en el cuerpo de bomberos de la localidad. Los viernes se reúnen con los compañeros. Joyce siempre prepara un sabroso plato para llevar a los encuentros.

El 5 de junio todo cambia en la vida de la familia Mitchell. No acuden al centro de voluntarios, sino que Lyle lleva a su mujer al servicio de urgencias porque esta se queja de un fuerte dolor en el pecho. El médico la examina y le dice que es un ataque de ansiedad. Le recetan tomar Xanax dos veces al día. Lyle atribuye los problemas de salud al trabajo y le sugiere que den un paseo por el río Deer. Tillie prefiere descansar. La medicación la deja exhausta y un poco grogui, dice.

Mientras su mujer duerme, Lyle se sienta a mirar la televisión y contempla perplejo las noticias. Richard Matt y David Sweat se han fugado de la prisión donde trabajan los Mitchell siguiendo un plan que parece sacado de una película de Hollywood. Lyle los conoce desde que ingresaron por asesinato hace más de diez años; cumplían una condena de cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Matt había secuestrado, matado y descuartizado a su exjefe y, más tarde, había acuchillado a un hombre en México. Sweat, había disparado 22 veces contra un policía y, luego, lo había arrollado con su vehículo. En la cárcel, los dos presos se habían hecho amigos. Al parecer esa misma madrugada y valiéndose de herramientas eléctricas, los presos cortaron la pared metálica hasta llegar al intrincado sistema de tuberías de la prisión, perforaron una cañería y recorrieron unos 20 metros hasta salir al exterior por una boca de alcantarillado. Los funcionarios no notaron su ausencia de inmediato porque los hombres colocaron a dos muñecos cubiertos con una manta en su lugar.

Los días que siguen a la fuga son una auténtica locura. La prisión se cierra a cal y canto, ningún preso puede salir de permiso ni ser visitado. La búsqueda reúne a más de 1000 agentes que rastrean toda la zona. Los vecinos, que hasta entonces ni cerraban la puerta con llave, tienen miedo y se atrincheran. Si todavía no tienen armas, las compran.

El 10 de junio tocan el timbre de los Mitchell, la policía busca a Joyce para interrogarla en conexión al caso. Se sospecha que, tras iniciar una relación romántica con los presos, fue ella quien los ayudó a escapar y quien debía esperarlos a la salida con un auto. Pero nunca acudió a la cita, de ahí su ataque de pánico. Lyle contempla atónito a su mujer, la mira pero ve cómo no opone resistencia, no dice: «¿Qué está pasando? ¡Yo no tengo nada que ver!», sino que agacha la cabeza y camina como si hubiese envejecido diez años en tan solo un instante.

Joyce está detenida en espera de juicio. Richard Matt fue abatido la madrugada del 26 de junio en una zona boscosa cerca de la zona. David Sweat fue detenido en la frontera con Canadá dos días más tarde.

Aunque su mujer le confesó que lo sigue queriendo y que hizo todo para protegerlo, víctima de una supuesta extorsión, Lyle no cree que pueda volver a confiar en ella.


Quiero un dios pulenta



Por Juan Carlos Ferro

Cuando sos chico, los mayores te preguntan si hinchás para Huracán o para Chabás. De adolescente los test del face te hacen elegir entre rubias o morochas. Siendo ya adulto las decisiones se ponen más complejas, cuando una señora detrás de un mostrador te tira una lanza al cerebro, en forma de interrogación: ¿las medialunas dulces o saladas? Eeeeh, no sé. Dame seis y seis, y después que cada uno elija. No señor, tenga principios y ponga las cosas en su lugar. Las medias lunas saladas son para rellenarlas de jamón y queso, el mate es amargo y los botines de fútbol, negros.
Así va transcurriendo nuestra vida, con encrucijadas y decisiones generalmente erróneas. ¡¿Por qué  pedí mitad de cada una, si a mí me gustan dulces?! Hoy les propongo una nueva elección, una que probablemente nunca se plantearon pero que les puede cambiar el resto de su vida. O tal vez sólo lo haga pensar unos segundos. Al fin y al cabo la vida transcurre en un abrir y cerrar (para siempre) los ojos.
A usted, ¿cuál le gusta más: el Dios pulenta del Viejo Testamento o el Dios sopita del Nuevo Testamento? Actualmente –actualmente desde hace dos mil años-, se puso de moda el Dios del amor y nos olvidamos de cómo eran las cosas del año cero para atrás.
Con perdón de “los modernos”, les voy a decir por qué me gusta más el “Dios viejo”. Porque era más estricto, más vengativo, más furioso, en fin: más humano. Hasta jodón era el tipo, ¿se acuerda cuando le dijo a Abraham que sacrifique a su hijo? Cuando el chabón lleno de lágrimas levanta el cuchillo, lo frena y dice: ¡pará, pará, vos te creés cualquier cosa! Si te digo tirate al pozo, ¿qué hacés? Abraham, Abraham, ¿dónde estás? Mirá que sos eh, ¡salí de ese pozo!
Lo que me gusta de esa época, es que la justicia divina era en vivo y en 3D. Nada del más allá. Los habitantes de Sodoma y Gomorra pagaron sus deudas en la tierra. Así fueron pasando las cosas: la gente se portaba mal, diluvio; adoraban ídolos, los mandaba a vagar cuarenta años en el desierto; ganar un mundial haciendo un gol con la mano, Menem presidente.
Después la cosa se fue flexibilizando. ¿Qué pasó? El Señor fue papá y se puso sensible. Y así como Messi después del nacimiento de Thiago no embocaba un gol, Dios después de que nació Jesús, no castigó más y empezó con eso del amor a los hombres, paz en la tierra (acá mucho caso no le hicieron) y la música religiosa. Pero seamos sinceros, las canciones cristianas podrán trasmitir un mensaje hermoso pero tienen menos poesía que la revista Pronto.
Ahora ya no se convierten mujeres en estatuas de sal, por el contrario la nueva modalidad garantista es el perdón de los pecados. Y así, se fue todo al palo mayor del barco. Con esta nueva forma de justicia, pudimos ver a Videla comulgando y la tierra inmutable. ¿Se imaginan ese hecho hace tres mil años?, se hubiera abierto el suelo y una lengua de fuego hubiera sido “la penitencia”.
¡Cómo extraño esos momentos donde los faraones malvados recibían su merecido, donde los gigantes eran derrotados con una gomera y los gatos no piloteaban aviones! Fueron miles de años donde los pecados se pagaban en efectivo y nada del Ahora 12,  ni mucho menos un “Ahora Eterno” para saldar deudas.
Propongo hacer una protesta reclamando la vuelta del viejo régimen de premios y castigos. Podríamos hacer piquetes en los pasillos de las iglesias cuando la gente va a comulgar o poner botellas con vino picado para las ceremonias. En caso que nada de eso tenga efecto, el último recurso seria dibujarle un globo con una H roja a la sotana del Papa. Total, como dicen Los Vándalos, “me van a indultar”.

Persecución implacable



“MAD MAX: FURIA EN EL CAMINO”

Por Lorena Bellesi
bellesi_lorena@hotmail.com

En el año 1979 el director australiano George Miller estrenaba “Mad Max, salvajes de autopista”, con un jovencísimo Mel Gibson como protagonista, causando un gran revuelo dentro de la cinematografía de la ciencia ficción post-apocalíptica. La misma tendría dos secuelas casi inmediatas: en el ‘81 y en el ‘85. Hoy, treinta y seis años después, Miller vuelve al ruedo, resucitando el mismo mundo devastado de sus primeros films y sin perder, en absoluto, ese característico fantástico encanto con la extraordinaria “Mad Max: Furia en el camino” (Mad Max: Fury Road). Despojada de material verbal, no afluyen cuantiosamente los diálogos; carente de complejidad argumental, resarce su minimalista retórica a través de un  ostentoso despliegue visual y sonoro que hechizan al espectador, maravillándolo durante las dos horas que dura el film.
El apelar a un ritmo incesante, por momentos frenético, consigue ser la mejor estrategia narrativa para contar una casi ininterrumpida persecución, la cual es, en realidad, el fruto de una traición. Luego de la guerra por el petróleo el mundo se ha convertido en un desierto, una estéril extensión color ocre, de cuyo suelo ácido no brota nada, donde el agua de los ríos y arroyos es veneno. Es difícil confiar en otros, la soledad es la forma que encontró Max (Tom Hardy) para poder sobrevivir en ese lugar extraño,  teñido de “fuego y sangre”. Aquejado por el fantasma de la culpa que lo atormenta más que los eventuales enemigos reales, Max es atrapado por uno de los tantos clanes brutales que ahora se reparten lo que quedó del mundo. Un mundo visualmente espantoso, habitado por seres que llevan en el cuerpo la marca de la devastación: deformes, mutilados, abarrotados de tumores. El Inmortal Joe (Hugh Keays-Byrne) es el patriarcal líder de la ciudadela, un ser déspota, una suerte de mesías con ínfulas de redentor, que cuenta con un gran número de seguidores demenciales –los War boy-, dispuestos a morir por él, por sus promesas de salvación. Establecido en lo alto de una montaña, ejerce su poder administrando a gusto un invalorable tesoro: agua. Como suele suceder, un día su autoridad es desafiada por uno de sus discípulos, la imponente Furiosa (Charlize Theron, impecable), manejando su todopoderoso vehículo -un ensamble raro que parece un camión-, lo engaña y huye robándole sus bienes más preciados. De esta manera, se inicia una feroz cacería por el asolado e inconmensurable paisaje australiano.
Cada vehículo puesto en marcha es el resultado de una suma de partes, un híbrido hecho a partir de los retazos de algo que ya no existe. Preparados para la ofensiva, atraviesan los páramos y los pantanos con intensidad y furia. Cada coche, moto, camión es excesivo en su apariencia. De a ratos, el ruido salvaje de los motores de la caravana infernal es acompañado por el sonido de los tambores y una guitarra eléctrica, ejecutados en vivo desde el lugar. La escena es a su vez descabellada, como potente.
Mad Max: Furia en el camino”, no da respiro, cada escena es grandiosa en su montaje, fotografía y sonido. Una especie de “Rápidos y furiosos” futurista, pero con un acentuado sentido de la estética. En la película de Miller los personajes se preguntan: “¿Quién mató al mundo?”, esa interrogación trasciende la pantalla.


Amistad y ternura, en palabras



“EL BESO DE LA MUJER ARAÑA”

Por Julieta Nardone

julietanardone@gmail.com

El escritor argentino Manuel Puig (1932-1990) reúne a un vidrierista homosexual y a un “subversivo” militante en la época convulsa de los setenta; los junta, cada uno con una condena social a sus espaldas, y los encierra en una cárcel para hacer nacer, paulatinamente, una relación de amistad. ¿Con qué cuentan para establecer contacto? Sólo la palabra y la proximidad corporal.
El beso de la mujer araña, publicada por primera vez en Barcelona en 1976, es una novela con un mecanismo narrativo que recuerda un poco a Las mil y una noches, aunque en lugar de tratarse de una historia, lo que Molina le cuenta a su compañero de celda noche tras noche es una película melodramática, propia del Hollywood de los cuarenta. Cada film mezcla maquiavélicamente guerra, espionaje y amor, y si bien al principio Valentín (el preso político) se resiste a perderse en esas fantasías, poco a poco irá cediendo como forma de olvidar el dolor físico causado por las torturas rutinarias a las que es sometido para que “cante”. Cada film anestesia un poco, y cada conversación que comparten va admitiendo una proximidad de una calidez intransferible (¡tienen que leerla!) que se profundiza al correr de los días. La interrogación recíproca sobre qué sienten en el encierro, sobre sus proyecciones sociales, sus intimidades y convicciones pasadas, poco a poco nos lleva a descubrir una hendija de luz: la convivencia en un universo que pareciera caerse a pedazos, y sostenerse tan sólo de la separación entre géneros, clases sociales, ideologías. Hay en este libro, simplemente, algo valioso: esperanza en el ser humano.
La amistad, la confianza, la protección, desembocan en un cariño mutuo que los llevará al acto físico, el encuentro sexual. Si bien la feminidad que siempre asumió Molina es la naturalizada por su sociedad conservadora, esto es, siempre deseó la supremacía del hombre, aún así, el coraje y la sed de utopías los hace encontrar en la ternura una vía para acercarse persona a persona, sin dominación de uno sobre el otro:  “…ustedes son hermosos el uno para el otro, porque se quieren y ya no se ven sino el alma, ¿es tan difícil de comprender acaso?, yo no les pido que se miren ya, pero cuando yo me vaya… sí, sin el menor miedo, porque el amor que late en las piedras viejas de esta casa ha hecho un milagro más: el de permitir que, como si fueran ciegos, no se vieran el cuerpo sino el alma”.
Frente a una sociedad de marcados estereotipos y rígidas convenciones, el autor logra conmovernos en la tensión de todas las normas. Esa síntesis humana en gran parte se explica por su apuesta narrativa: como la mayoría de sus novelas, la propia voz de los personajes hace progresar el hilo de la trama (sin la autoridad de un narrador). En este libro, sin embargo, va más allá todavía: salvo las notas al margen, todo, pero todo, es diálogo. La mediación de la palabra polifónica mantiene vivos a los presos, en un constante fluir entre el sueño y la realidad. Esa comunión les permite aceptar ambas dimensiones... Como el mismo Puig afirmaría en alguna ocasión: “Sin locura, nada cambia. Para cualquier cambio, social, político, etc. tienes que estar en ese territorio aparentemente inútil. La aceptación total de la realidad equivale a parálisis”.