Afrontar la realidad de que los humanos somos capaces de los más insólitos y atroces actos, es un modo de empezar a tomar una verdadera dimensión de las cosas. No descendió Videla de un OVNI ni vinieron de Marte los abusadores, violadores y demás criminales que atentan contra otros, como ellos, seres humanos. Humanizar a quienes ejecutan el daño no significa caer en el garantismo exacerbado de terminar protegiendo más al victimario que a la víctima, sino comprender que el hombre es un misterio tan hondo como la misma muerte. Y las sociedades que los enhebran, son el resultado de sus sumas y restas.
Nos rescatan del lodo el amor, la solidaridad, el intento cotidiano de esculpir con primor una vocación; el gesto de afecto espontáneo; la militancia por la alegría; la valoración de lo que se tiene por encima de la queja constante por aquello que falta; la búsqueda perenne; el encuentro fortuito con raíces inaccesibles a nuestro entendimiento; las verdades que forjamos para mantener la cordura; las mentiras que esgrimimos para aminorar dolores; las lágrimas de emoción por quienes obtuvieron conquistas a puro sudor; la valentía de saberse con miedo y seguir sin embargo avanzando aunque sea temblando; el abrazo simple y completo de un padre, una madre, un hermano; los recuerdos cálidos, que permiten revivir momentos y hasta salvarnos del momento presente; la memoria, no por regodeo con el dolor sino como elemento indispensable para el aprendizaje, el entendimiento y la proyección.
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