Tapa Mayo


Aquí me pongo a cantar



Por Sebastián Muape

Motorizados por pasiones, de las que poco entendemos; nos dejamos envolver por el deporte, de gritos llenos. Irracionales, coloridos, bestiales y enfermos; liberados, primitivos, superados y blasfemos. Incorregibles actuamos, juramos dejar de sufrir; pero no lo vamos a cumplir,  y el próximo domingo estaremos, enrolados otra vez, en medio de este festín. Creemos en un medidor de hinchas, parámetros de fanatismo, un registro singular que compara sentimientos; el veredicto nunca llega, es cuestión de uno mismo, un examen de conciencia: más leal será, quien grite más los triunfos y más sufra los tormentos. Suponemos que amar una camiseta como a ninguna, se valida comprando entradas y se aumenta pisando la tribuna. Qué de aquél que está allá lejos, que añora, que ríe y llora; que junta para el boleto y se vuelve a las dos horas.
En aciagos pasajes o de euforia deportiva, llega el carnet con foto del bebé o más aun, con la de su ecografía. No hay comicios en este tema, no sufragia la otra parte, y las minorías se alejan, la complicidad es su arte. No elige el que llegó ni el que viene en camino, le imponen este vino sin lugar a patalear, todos iguales los mordillos y los colores que va a babosear. No distingue el poliéster sobre su piel a estrenar, lo abrigan sus escarpines con control de calidad, sonajero en mano y cubos numerados, repartiendo monerías, su risa de encías, regala enajenado; y sin ver en sus días, las anilinas del mundo, sin entender ni un segundo, cómo funciona la cosa, ya posee sin embargo, simpatías y rivales para enfrentar. Mandato vertical, no sujeto a debate alguno, atávico designio heredado, atuendo no buscado, un eslabón más en conjunción patriarcal.  ¡Que no aparezca el tío piola, el abuelo de paciencia abismal, que no me lo lleve el mejor amigo, por las tribunas del mal! Y así van dejando legados, los que más saben de esto, de educadores a educandos, cosas de abuelos y papás, perdonando al ídolo que no sea hincha; pero a un hijo, jamás.
Vas a llegar a primera, vas a jugar un Mundial, debajo de tu remera, si llevás otra bandera, disimulá mis colores, yo acomodo los dolores de imaginarte festejar y me voy a la tribuna sin saber por quién gritar.
El pitazo irrumpe en ríspidas sobremesas de vermú atragantado, y durante el asado, se va levantando presión. Se estrenan dicotomías sobre los cracks de exportación, si juega la selección: ¿Quién es el de mayor valía? ¿Se puede medir la idolatría, se deja teñir el corazón?
Emigra la platea -masculina y femenina- que no gusta de estos platos; a pura queja o con risa rastrera, parten en busca de otros planes que aseguran, son más gratos. Y aquí el debate continúa. ¿Por dónde pasan las sensaciones, si hasta el día de hoy, no existe un campeón de discusiones? Se llega hasta el atardecer, rodando por los mismos rieles; los crispados se enfriaron, lo que no significa ceder, pero ya va finalizando, esta convención de fieles. No avanzaron ni medio paso, fútiles gritos a granel, con la vehemencia del zaguero aquél, con la que llenaron los vasos, imaginan sus desquites, generando anticuerpos, palpitando encontronazos.
Se vistieron los mástiles, las columnas, se ornamentaron las plazas, nuevos grafitis en el paredón, garabatos en cada renglón, colectivos con bufanda, semáforos que sumaron color. Ya se ven serpentinas, pasacalles y escarapelas, aun colgadas las escaleras, dejan lucir los detalles. Insignias, escudos y temáticos palos de luz, se reordenan las vidrieras, aprovecha un canillita, ¡pasen y vean! Allí donde nada había, solamente el gris de los barrios, ahora hay arcoíris, voces y banderas flameando. El minuto noventa y uno es epicentro de este temblor, las ondas a gran escala, desatan el cotillón, y un tenso silencio murmurado, estalla en desaforada canción. Usar ahora la pirotecnia o esperar hasta el final, prendiendo la noche triunfal, intentando colgar estrellas. Nuevos tatuajes, collares, aros, trenzas y pulseras; donde había piel desnuda, a modo de homenaje, hay mapas de acuarela. Balcones adornados, pinos vestidos del mismo color, persianas y garitas mal pinceladas, caramelos, alfajores y tapas de diarios, todo con igual sabor. Se tiñeron las redes, las fotos de perfil cambiaron, ni que hablar de las leyendas, que de nadie se olvidaron; se pintó la identidad, hay una nueva verdad, las cosas se transformaron. En décimas de segundo, las pantallas exhiben lo peor, de agredido a agresor, tipeando como un poseso, lo que mande el resultado. Si quiero lastimo igual, aunque hayas gritado más goles, yo cumplo con mi ritual, reasignando los roles.
Donde la duda dibujaba oscuridades, hace poquito hay luces de color; y a esos mismos fines, donde había espejos desnudos, los banderines han brotado en flor.
Contentos los tenderos, los de licencia y los repentinos; nómades inquilinos, que habitan de prepo sus destinos. Todos multiplican, enrocando casacas, cambiando los cartelitos, según las radios indican. Y ahí vamos en caravana, echando mano a la billetera, pagando el precio y sus consecuencias, sin valor de referencia, que hasta ayer era el que era. Sorprendidos, sobrepasados los puesteros, van tomando la vereda, con policromía del triunfador, en litigio con las vidrieras. 
Y para ir al laburo, el club o la escuela, buscamos la camiseta, no importa lo mal que huela, hecha un bollito en el bolso o en el canasto de ropa sucia; el olor a humedad, con atomizadores y astucia, intentaremos disimular.
Con la seguridad del instante final, saboreamos y escupimos, sacamos los colores, los revivimos. Seguros de no errarle, con gorro, bandera y vincha, tonalizamos seguridades, y una vez más, nos vestimos de hinchas.
                                                                                                                     

Lazos de familia



Por Ana Guerberof

Desde España
Los medios de comunicación internacionales se hicieron eco de una noticia ocurrida el pasado 3 de abril en Throop, una localidad del estado de Pensilvania. La historia es sencilla de contar pero se hizo viral no sólo porque es trágica sino por la increíble vuelta de tuerca que descubrirán si continúan leyendo estas líneas.
Stephen Woytack de 74 años está ya retirado, fue cocinero y ahora es un devoto cristiano involucrado en su parroquia además de jugar al golf y cuidar de su jardín. Lleva 46 años casado con Lucy Ann Gardner y no tiene hijos. La pareja acude cada año al cementerio de Saint Joseph de Throop ‑una localidad de cuatro mil habitantes‑ desde Scranton donde viven. Allí está enterrada la madre de Lucy y es costumbre decorar la tumba de los familiares con adornos y flores durante la Semana Santa. Stephen elige las flores cuidadosamente. El inicio de la primavera es la época del año que le gusta más porque puede dedicarle más tiempo al jardín, ya sin nieve. Se pasa horas fertilizando la tierra, desinfectando las rosas y cortando las malas hierbas. Lucy suele ayudarlo cuando se trata de regar o recoger las hojas caídas pero no se involucra con las plantas, no es su territorio. Como es pronto para llevar flores de su jardín al cementerio, Stephen las compra en su floristería favorita mientras que Lucy elige la cruz de madera para coronar la tumba de su madre. Después de la visita, suelen ir a almorzar a Casa Bella en Scranton, un restaurante de comida italiana donde Stephen pide invariablemente la ternera Bella y Lucy, el pollo relleno. De postre, ambos comparten una tarta de manzana con helado de vainilla y café. Más tarde, vuelven a casa y se sientan a mirar la televisión, cualquier programa de entretenimiento que sintonicen, hasta que llega la hora de acostarse, siempre temprano. No es un día particularmente alegre pero intentan disfrutarlo sin grandes extravagancias a la vez que cumplen con las normas de la Iglesia.
Este año, como todos los anteriores, llegan el cementerio con las flores y la cruz. Stephen ha preparado un ramo con unas rosas rojas y blancas, y unos gladiolos también blancos. Lucy quería comprar además unos crisantemos anaranjados pero él se opuso porque no armonizaban con el resto de las flores. Tenía razón. Es un día gris y todavía frío de primavera. Se dirigen a la tumba de la señora Gardner que se encuentra en la parte central del cementerio custodiada por dos arbustos pequeños de menos de un metro de altura. Dejan la bolsa sobre el césped aún reseco y marrón, pero ya descongelado, y se disponen a decorar la lápida de granito que se levanta sobre una base rectangular. Lucy, de pie, se coloca detrás para atar la cruz en la parte superior de la lápida mientras Stephen, de rodillas, comienza a preparar el ramo. Realizan estas acciones en silencio en un acto de respeto y recogimiento. Una vez esté todo listo, rezarán juntos antes de marcharse. De repente, mientras Lucy cuelga la cruz, algo cede en el suelo y la lápida de granito se mueve, vuelca y cae pesadamente sobre Stephen que está arrodillado delante arreglando las flores. Los 180 kilos de lápida de su suegra aplastan a Stephen y lo dejan inmóvil como si se tratara de un pisapapeles gigante. Lucy corre a su lado e intenta mover la lápida pero no tiene fuerzas. Entonces, busca desesperada al cuidador del cementerio, Ed Kubilus, que está trabajando a unos cuantos metros para que la ayude. Llaman a los servicios de urgencia primero y, luego, intentan mover la piedra pero es inútil, pesa demasiado. Finalmente, varios miembros de los servicios de urgencias pueden desplazar la mole de granito. Kubilus sabe que cada primavera cuando se descongela el suelo, algunas de las bases se inclinan y las lápidas pueden caerse pero nunca había imaginado que pudiera ocurrir algo así. Es demasiado tarde, Stephen muere allí mismo a consecuencia del accidente.
Unos días más tarde, y tras la misa que se celebra en Throop, se da sepultura a Stephen en el terreno que el matrimonio había comprado justo delante de la ya restaurada lápida de su suegra: la señora Gardner. Dios tenga en su gloria.

Frases deshechas / El contra



Por Juan Carlos Ferro

En los últimos días, mientras voy en bici por el pueblo, mucha gente me grita: “¡Ey Tano, cuándo le vas a pegar al zabeca de Bolívar!” Incluso una señora me increpó diciendo: “Es fácil meterse con el turco panzón y el guatemalteco grasoso, ¿¡pero por qué no te la agarrás con el ex amigo de Sebastián Ortega!?”
Por favor, basta de presionar a la prensa. Mis quejas no son a pedido, salvo que haya algún tiramisú de por medio. Además, criticar a Tinelli no tiene mucho de original. Hay millones de palabras escritas en contra del cuervo misógino. Como se dice habitualmente: sería “más fácil que quitarle un dulce a un niño”.
¡Epa! Ahí encontré la razón de mi protesta de mayo: las frases hechas que repetimos día a día sin pensar qué significan. En relación a lo sencillo de robarle un caramelo a un nene, yo diría más bien que es un HDP (hijo de Pinochet).  Seguro que es muy fácil, tanto que sería un abuso de poder. Como cuando Tinelli les corta la pollerita a las bailarinas.
Sigo pensando y se me ocurre: “me costó un ojo de la cara”. Y sí, no va a ser un ojo del pie. Otra clásica es: “Al que madruga Dios lo ayuda”. ¡Qué fácil que era llegar al cielo! Al final con poner el reloj a las 6 AM,  zafo de la misa de Pascua que dura dos horas. Me imagino el paraíso repleto de gallos y lecheros. ¿Será por eso que Marcelo se levanta a desayunar con el sol, cuando viaja a su estancia de Esquelén donde tiene una laguna alambrada?
Otra expresión curiosa es “creerse el ombligo del mundo”. Si pensamos bien, sería como decir creerse algo retorcido, lleno de pelusas y que no sirve para nada. Continuando con las partes del cuerpo, tenemos: “hablar hasta por los codos”. Salvo que seas la traductora para sordos de Cristina, lo veo difícil eso de charlar con los brazos. Pero atención, si conocés a alguien con una boca en el codo, llevalo del Gomazo que te hace un programa entero burlándose de su defecto, mientras escupe a Larry Declay.
Hasta hay frases que ponen en riesgo tu vida. Por ejemplo: “Perro que ladra no muerde”. El problema es que el tiempo que el canino tarda entre que deja de ladrar, y te clava los colmillos, es muy poco como para correr hacia un lugar seguro. Si nos referimos al mejor amigo del hombre no nos podemos olvidar de los gatos. ¡No señora, no nos vamos a acordar de las amigas del vicepresidente de San Lorenzo! Me refiero a los animalitos. Seguro usted alguna vez habrá escuchado o dicho: “Acá hay gato encerrado”. Si analizo la frase, podría pensar que alguien entró a una habitación y encontró la pared llena de rasguños. O bien, una señora le vio la espalda a su marido después de llegar a las 6 de la mañana. Eso no cuenta como madrugar para que te ayude Dios, más bien diría: “De esta no te salva ni Dios”. Ahí sí, nos encontramos con una frase bien usada.
Una mañana que me encontró amaneciendo con un fernet en la mano, una persona me dijo, Juanca, “tenés que sentar cabeza”. Yo me puse a pensar que era más fácil madurar, que convertirme en contorsionista. Pero si logro sentarme con la bocha, me voy al Cirque Du Soleil.
Probablemente, una de las frases más escuchada sea la nefasta “A los negros hay que matarlos a todos”. Preguntas: ¿a los morochos con plata también o sólo a los pobres? ¿Qué hacemos con Obama, o sólo liquidamos a Evo? ¿Qué medida tomamos con los que van todo el año a la cama solar?
Para cerrar, quiero recordar un pensamiento del hijo de Palito: “un amigo es como un libro, cuando te quedás dormido se lo lleva tu mujer”.

Exclusividades que cuestan caro



“PRIMICIA MORTAL”

Por Lorena Bellesi
bellesi_lorena@hotmail.com

La historia de Primicia mortal (Nightcrawler) transcurre en la ciudad de Los Angeles, una metrópoli siempre resplandeciente, ya sea gracias al intenso sol del día o al extenso neón multicolor de la noche. El novato director Dan Gilroy elige la efervescencia nocturna, restringe su mirada a ese momento particular donde el delito, los excesos y el desorden se multiplican considerablemente. Es allí donde opera la gran transformación del protagonista, como espectador somos testigos de un intimidante proceso evolutivo personal bastante perturbador, polémico, quizá para la mayoría, indignante.
El actor Jake Gyllenhaal compone de manera sensacional a un personaje irresistiblemente despreciable, un inescrupuloso que sin querer encuentra su “vocación”. Louis Bloom es un insignificante ladrón, se dedica a robar cables, tapas de alcantarilla, para luego venderlos a muy poco valor a industrias locales. Repentinamente, una noche se topa con un accidente en plena autopista, policías intentan ayudar a una joven atrapada en un auto incendiado; en medio de la desesperación un hombre filma la escena, ajeno al dramatismo, sin intervenir, todo lo contrario, molestando, obstaculizando la tarea de los agentes. Lou observa en trance la escena, sus expresivos ojos azules dan cuenta de una febril actividad cerebral, especulativa. Inmediatamente se acerca al camarógrafo a interrogarlo, quiere saberlo todo. Cuando al día siguiente ve en el noticiero las imágenes captadas la noche anterior, bulle en su conciencia una próspera solución a su desempleo. Consigue, irregularmente, una cámara de video rudimentaria; contrata a un ayudante, a quien conforma con unos poquísimos dólares, y se sumerge en la noche de Los Angeles con la esperanza de recolectar sensacionales tomas, mejor dicho, sensacionalistas, para luego venderlas a cables de noticias interesados. Una carrera demencial, da comienzo contra reloj, se trata de llegar primero.
Louis Bloom es un solitario, se podría decir, un misántropo autodidacta, sus parlamentos reproducen maquinalmente frases hechas leídas en internet, pero, sobre todo, es desmedidamente ambicioso. A diferencia de otros freelance su material se destaca por la crudeza, en sus planos predomina la sangre, el dolor, el mal gusto. Así concebido, su trabajo no tendría sentido si no se visibiliza, en este punto, la otra parte fundamental de la historia, que es la directora del canal  de noticias KWLA, Nina (Rene Russo, impecable), quien no tiene reparos morales en sacar al aire imágenes extremas, chocantes, algunas hasta de dudosa procedencia. Es innegable que muchas veces la suba del rating depende de la calidad morbosa de ciertas imágenes difundidas, la mujer lo sabe y Lou también, por eso es de esperar punzantes negociaciones o una apuesta cada vez mayor a lo excesivo o desagradable.
Primicia mortal dispara sin piedad contra el periodismo falto de ética, efectista, aunque al mismo tiempo cuestiona el perfil mórbido de un público apetente por consumir lo más despreciable de la realidad. Una bella fotografía, brumosa, casi mágica, desacelera el fuerte contenido de una trama que se irá complejizando, dejando atrás cualquier moraleja.