Contratapa
LA SERENIDAD DE LA NOCHE
Por Enrique Medina
Goza
la serenidad de la noche, Anías. Pasea por el jardín iluminado. Acaricia el
Neptuno que desde el centro domina el extenso terreno. Pone la mano a mojar
para que la cascada, en el hecho, se muestre agradecida de que él la haya
ubicado en un lugar privilegiado del jardín. En las esquinas y en medio de
caminitos están, estratégicamente, los bustos de Alejandro Magno, Beethoven, el
grupo de Las Tres Gracias, el Pensador de Rodin, y un brioso caballo, todos
hechos por su padre cuando él aún no había nacido. Sólo son esculturas de mesa
bien instaladas en pedestales fastuosos que las ponderan aún más, pero están
bien creadas y se lucen. Hechas cuando su padre soñaba con ser un artista
destacado. Luego ese sueño se quebró.
Va
a la leonera. Busca un libro sobre caballos y observa las fotos detenidamente.
Entonces quita el paño que cubre la escultura que está haciendo y la compara
con las fotos del libro. Sonríe porque descubre su error: una de las patas
levantadas como que se nota algo hundida en el cuerpo del animal. Debe
rectificar alargando apenas el primer tramo de la extremidad. Detiene sus
observaciones y se queda quieto. Presta atención a los ruidos exteriores. Apaga
la luz. Cuidando de no provocar ruido va hasta un rincón. Abre un viejo armario
de metal donde guarda sus defensas. Justo hoy que estoy sin los perros, piensa.
De una cartuchera extrae una pistola. Le acopla el silenciador. Se queda
estático un buen rato hasta dominar la mudez de la noche. Cuando reconoce el
murmullo de los árboles comienza a distinguir los ruidos intrusos. Una nube se
interpone y la iluminación de la luna es ineficaz. Mira por la ventana y
espera. Espera hasta que divisa, acercándose por detrás de los muros, una luz
en movimiento, temblorosa. Es una linterna de llavero por la poca luz que
emite, piensa. Hecho el cuadro de situación, con suma lentitud y sin hacer
ruido sale de la leonera y cruza el jardín. El intruso casi como que canturrea.
No, no canturrea. Habla bajo casi estimulándose para lograr abrir la puerta
trasera de la casa. A una distancia prudencial, Eustaquio Anías alcanza a
observar que la luz de la linternita se filtra por los intersticios de la
cerradura. Nervioso, el intruso intenta abrirla con una ganzúa. Debe ser muy
rudimentaria, casi que me sospecho alambres, deduce Anías. Se ríe el intruso,
discute consigo mismo como si él fuera dos en vez de uno, y dialoga
preguntándose y respondiéndose, insulta y se insulta ante el contratiempo de no
poder abrir la cerradura de mierda. Mejor hago palanca, dice. Pero no logra
nada. Nunca logrará nada porque el tirante que cruza la puerta desde adentro se
lo impide y él no lo sabe. Anías cree que el invasor está bien borracho y se
dará por vencido y se irá. Escucha rumores. Parece que no quiere darse por
vencido. A pesar de que el muro es alto, luego de varios intentos el intruso
por fin consigue encaramarse a caballito. Se inclina hacia afuera y hacia abajo
el asaltante, y Anías escucha que dice: dame la mano. En segundos, son dos las
sombras amenazantes sostenidas por el muro. Saltamos, dice uno. Dale, dice el
otro. Y caen a tierra. La nube que tapaba la luna se desplaza suave ayudando a
Anías, que sin dudar y con precisión aprieta dos veces el gatillo y ambos
intrusos se quejan sorprendidos. Y otro disparo como escupitajo al que
estúpidamente prende la linternita de mierda. Y otro más al bulto en sombras
que araña el muro, y otros dos sordos silbidos disparados en las espaldas para
estar tranquilo. Se han aquietado. El de la linternita se queja apenas.
Eustaquio Anías balea dos veces al cuerpo y ya no hay quejas. Para asegurarse
le dispara una vez más, aunque innecesariamente, al centro de la cara. Y debe
sentarse en un banco porque el dolor que le oprime la cabeza aprieta como cuero
secándose. Entra a la casa y toma dos calmantes. Sin saber por qué piensa en su
tía. Ella decía: Lo que hay que hacer sí o sí, conviene hacerlo lo más pronto
posible. Tenía razón. Olvidando por completo lo sucedido, Eustaquio Anías se
sienta a la compu, y se distrae. Siente ahogo, siente que su cuerpo se
desintegra, como si el dedo de Dios lo señalara reclamándole conducta, sin
pensar en el tremendo dolor que le atenaza la cabeza como si una sierra de
dientes puntosos lacerara la carne y se enredara en el duro hueso que resiste
pero que debe ceder ante la necesidad del alma. También separa el jirón blando,
laxo, rojo y mórbido, sucio como la puerta del horno, útil y solidario,
caliente y rojo, siempre rojo. Golpea y golpea Eustaquio Anías sobre el teclado
que cree tener bajo sus dedos, aunque no sea un teclado sino la magnánima mesa
de madera que procede como lápida viva. Enchufa la sierra y divide lo que
corresponde, con dolor infinito y sin piedad entre gigantes olas de tierra y
sudor de palas que se clavan de punta en el jardín querido, llegando al fondo
que lo atrae y domina, como un golpe de hacha en plena nuca inmaculada. Y ve esas manchas de sangre en la puerta de la
heladera, tan imperecederas, tan inmarcesibles como su padecimiento...
Directo al corazón... roto
A
CONFESIÓN DE PARTE, RELEVO DE PRUEBA*
Por Alejandra Tenaglia
¿Te acordás esa vez que en tu sección del corazón, hablaste de un hombre
que te dijo que te contaba varias historias y que vos elijas la que quieras?
Así, como haciéndose el ganador… Bueno, yo vendría a ser la contrapartida de
él, es decir, una perdedora serial. Así comenzó su relato nuestra
protagonista de hoy. Luego, con humildad mayúscula, narró tres historias en las
que los sucesos ocurrían siempre en el mismo orden, amén de la amplia gama de
diferencias que englobaban. Y finalmente, sacó conclusiones que, palabras más,
palabras menos, así decían: El problema
soy yo. Me enamoro de un modo que al
otro, le debe resultar insoportable… Por varios motivos. El primero es, la
adoración que siento y no puedo disimular. El otro se me representa como algo
imposible de alcanzar, magnánimo, lleno de virtudes, a todo lo que hace le
encuentro un significado mágico, útil, importante… Lo segundo viene enganchado
de lo primero, pierdo todo interés por mis cosas, es decir, mi trabajo, mis
ocupaciones, etc. Todo-todo-todo lo que no tenga que ver con él, me parece
estúpido. Y el tercero es el más grave de todos, porque imaginate que a un tipo
le puede gustar que lo adulen y le celebren hasta los estornudos, puede además
soportar que la mujer que tiene delante no tenga convicciones muy firmes,
porque en definitiva puede estar pasando por un momento de desgano que él no
tiene por qué imaginar que tiene que ver con el enfrentamiento con él, pero lo
que no va a soportar, es que la tipa lo vuelva loco… Y hablo de preguntarle
todo el tiempo dónde está, con quién, haciendo qué; y reclamarle por qué no
llamó, no vino, no eligió estar conmigo cuando se despertó y cuando se fue a
dormir… Y además de todo eso, que tengo clarísimo y además me lo han dicho mil
veces: asfixia, encadeno datos sueltos y la situación resultante está siempre en
mi contra, me deja mal parada, me degrada… Pasando en limpio, lo que pienso es:
me miente, me engaña, me está usando, me lo hace a propósito, no le importo un
comino, se está riendo de mí él y todos sus amigos, etc. Pero lo peor de lo
peor –porque también lo tengo claro, algo de esto piensan también las mujeres
“normales” sin que la historia se les desbarranque como me pasa siempre a mí-,
decía, lo peor de lo peor es que a todo eso lo pienso, lo sufro, lo vivo como
real y… se lo digo. Sí, se lo digo todo. Y se lo vuelvo a decir. Y se lo repito
y repito y repito hasta que, tarde o temprano, según el carácter del muchacho,
no está más, chau, se fue para no volver y ¡con toda la razón del mundo! Porque
ahí es donde yo caigo, recién ahí caigo en que hice lo mismo-mismo-mismo ¡de la
vez anterior! ¡Otra vez arruiné todo con mis paranoias! Pero no lo puedo
evitar, me toma una fuerza que no sé qué es… La racionalidad se me evapora, ¡a
mí, que trabajo con números! Aunque a veces pienso que eso también puede tener
que ver, porque los números son una abstracción, y yo en esos casos lo que hago
es abstraerme, justamente, de la situación concreta y… Divago. Porque después
me siento a charlar con una amiga, dos, tres, y aunque todas piensen diferente
entre ellas, en lo que coinciden es en que yo no puedo ver las cosas como son…
Me voy… Me voy… Y me voy por el lado negativo, porque si fuera una positiva
empedernida, viendo en todo un signo de que el tipo está muerto a mis pies, a
lo mejor la cosa tampoco funcionaría pero por lo menos ese ratito, ¡la pasaría
bien!
Es triste. Repetirse es triste. Y repetirse en lo malo, es tristísimo…
Porque, vos no sabés el amor que yo siento, es enorme, me sobrepasa, me
rebalsa… Sentir así no creo que esté mal… Yo siempre digo que nací desfasada,
porque el corazón me anda bien, pero lo que me anda mal es la cabeza… Ahí,
cuando le doy lugar a mis pensamientos, el fin es inminente. Es como si largara
perros de caza hambrientos de malas noticias, que van-van-van y hasta que no
las encuentran, ¡no paran eh! Y si no las encuentran, se traen algo parecido…
Se me ocurrió contarte porque a veces escribís sobre el desamor… Y acá no
hay sólo desamor de una de las partes (los otros, por supuesto), sino también
desamor mío hacia mí misma… Y creo que leer esto, a alguien que le pase lo
mismo, lo puede ayudar a darse cuenta que somos muchos… ¿O vos decís que me
pasará nada más que a mí?...
* Basado en una historia real, cuya
protagonista a pedido la reserva de sus datos.
Libros
MORIR PARA CONTARLA
“LA
MUERTE DE ARTEMIO CRUZ”
Por
Julieta Nardone
julinardone@hotmail.com
Hay un verso de Pessoa que es como prender
un fósforo en la oscuridad más rotunda; no resuelve la situación, pero la
modifica por un instante: “hoy estoy
lúcido, como si estuviese a punto de morirme”. El fallecimiento reciente
del escritor mexicano Carlos Fuentes (ocurrido el 15 de mayo pasado, a los 83
años) nos lleva a rememorar a uno de sus tantos personajes complejos y
controvertidos, Artemio Cruz (Biblioteca Básica Salvat, 1971). La vida
turbulenta de este político moribundo, un “hijo de la chingada” que se corrompe
a la par que las ideas populares toman un cariz burocrático y demagógico, se irá
reconstruyendo en montaje con fragmentos de lo privado y lo colectivo, del
devenir socio-político a la situación personal. Sugerente lucidez de una agonía
liberadora. Pero la libertad -valga la aclaración- antes que derecho o valor
colectivo, aquí se juega como conquista de supervivientes.
Es en esta misma línea que sobresale la
recurrencia de monólogos del protagonista, ajustando una y otra vez la tensión
entre la búsqueda de una razón para la propia vida y el condicionamiento casi
fatal de la revolución mexicana. Y vivir, lo que se dice vivir, para Artemio Cruz parece ser accionar y no atestiguar. No existir a medias,
asumir la vida: ser esclavo o amo,
soldado o desertor, canalla o amante, audaz u oportunista… Lo que se deba ser,
serlo completamente: “Imagínense en un
mundo sin mi orgullo y mi decisión, imagínense en un mundo en el que yo fuera
virtuoso, en el que yo fuera humilde: hasta abajo, de donde salí, o hasta
arriba, donde estoy: sólo allí, se los digo, hay dignidad, no en el medio, no
en la envidia, la monotonía, las colas: todo o nada”.
Por cierto, es llamativo el
tratamiento histórico que presenta el libro en tanto que excede el simple marco
referencial y se fusiona con prolijidad -sin mostrar los engarces- a una
dimensión que bien podríamos llamar existencial: “te vencerán porque te obligarán a darte cuenta de la vida en vez de
vivirla”. Sentencias de este tenor, en cifra de futuro, resuenan como eco de una voz que se diluye y cambia,
pasando por diversos anclajes pronominales y temporales. Asimismo, el libro no
parece haber sido escrito para leerse de un tirón, pues en sintonía con una
forma de novelar vanguardista y latinoamericana, se quiebra el tratamiento
lineal de la trama y emergen las astillas de distintos mundos o épocas por las
que pasó el protagonista. Así, mientras que por un lado se muestra un relato en
presente que se ocupa de la
habitación en donde transcurren sus últimas horas y se oyen las voces de su
esposa Catalina, de su hija Teresa y su nieta, como las intervenciones de su administrador
Padilla y los comentarios del médico sobre la gravedad de su salud; por otro
lado -aunque las zonas se confundan y tiendan a mostrarse inseparables por el
fluir de la conciencia del propio Cruz-, se agolpan caras, nombres, escenas del
pasado, que irrumpen del vacío o forcejean
desde la propia resistencia a permanecer sus últimos momentos atado al reproche,
al resentimiento y la culpa.
Esta
particularidad de la forma narrativa (claramente deudora de los recursos
cinematográficos) maniobra el tiempo en una sincronía paradójica, resultando
decisiva ya que permite que la historia se mantenga abierta y no como una
realidad que va desapareciendo con la proximidad de la muerte, de la que
simplemente nos quedaría la evocación del recuerdo. De igual modo en que el
vaso roto puede volverse a recomponer por un ardid del tiempo en la imagen, aquí
el relato agónico anuncia de forma cíclica una vida que se está experimentando
o que surgirá dentro de poco. La dilatada desaparición de Artemio coincide,
pues, con el momento juvenil en que se alza y elije el destino de su propia
existencia.
Regusto
amargo de lo efímero, metáfora cultural de los pueblos latinoamericanos, opulencia
que llena el vacío, miseria y dolor que iguala. Ideas y acciones, el relato y
la historia: vivir-morir, morir-vivir, para contarla.
Cine
INCOMPRESIONES
RETÓRICAS
“LA SEPARACIÓN”
Por Lorena Bellesi
bellesi_lorena@hotmail.com
El
desacuerdo entre pares es una constante en el convivir diario de cualquier
individuo. Cada una de las actitudes personales refleja el talante espiritual e
ideológico privativo. Cuando el conflicto recrudece y queda atascado entre
razones irreconciliables, la gran mayoría suele recurrir a la figura del
abogado, profesional intercesor amparado en la ley escrita, que defiende los
intereses de una de las partes en litigio. En efecto, en la actualidad, la
intervención de estos letrados ha ido en aumento, y parece ser la manera más eficaz de llegar a
una solución reparadora, no sin antes atravesar procesos judiciales casi
interminables, que se hunden en kafkianos laberintos copados de expedientes y
declaraciones, apelaciones y sentencias. En La
separación (“Jodaeiye Nader az Simin”) el panorama legal se nos antoja, por
lo menos, extraño. La película dirigida por el iraní Asghar Farhadi centra su historia
en la islámica Teherán, muy lejos del reconocible capitalismo occidental. El
nudo argumental del film se relaciona con las manifiestas discrepancias,
disidencias entre semejantes, entre cónyuges, entre ciudadanos. Desde el
comienzo se hace evidente esta situación, de cara al Juez un matrimonio va
enumerando oralmente, y sin intermediario alguno, las razones por las cuales quieren divorciarse. Acá
no hay lugar para aparatosos estrados hollywoodenses, ni siquiera para finales
discursivos memorables; el espectador, en todo momento, siente el peso de
impartir justicia, actúa como una suerte de magistrado atento a los argumentos
de cada una de las partes.
Los
factores que promueven la ruptura marital derivan directamente de la escasa
coincidencia respecto a cómo continuar. Para Simin es de vital urgencia abandonar el país, y tal como lo había
planeado con su esposo, irse a vivir al extranjero, por el bien de la hija de
ambos, Termeh, de casi once años. Sin
embargo, Nader considera imposible
marcharse ahora; su padre, con quien vive, padece Alzheimer, está débil,
abstraído en un tiempo pasado, desconectado totalmente del presente, requiere
atención permanente. Hay silencio de los personajes en cuanto a juzgar la
situación institucional del país, la cámara insinúa bastante; por mencionar un
detalle casi perturbador, no llegamos a conocer jamás la cabellera de ninguna
mujer, cuidadosamente cubierta.
A
esta primera situación conflictiva de distanciamiento, se va a sumar una
segunda mucho más compleja. Simin abandona
el hogar, en consecuencia Nader
contrata a Razieh
para que cuide de su padre. Ambas mujeres, madres las dos, son la contracara de
lo femenino en Irán. La primera es independiente, profesional, segura de sí
misma. La segunda, en cambio, toma el trabajo pero se lo oculta a su esposo,
temerosa de estar haciendo algo malo, de estar pecando. Su vida gira en torno a
la fuerte convicción religiosa que profesa. Por eso, en el mismo instante en
que todo se entra a complicar dramáticamente entre patrón y empleada, Razieh sólo actúa de acuerdo a los
mandatos islámicos. No puede mentir, aunque eso la perjudique.
La separación logró consagrarse en grandes
competencias, su reconocimiento internacional mayor es haber obtenido el Oscar
como Mejor Película en Lengua No Inglesa. Parte de su mérito está en
representar una cuestión que excede lo cultural: hallar soluciones
complacientes a conflictos cuyas partes tienen algo de razón, poner en
evidencia la inhumanidad, sin grises, de los estatutos legales. Armada como un
inteligente careo verbal entre sus protagonistas directos, sin polarizarlos a
éstos en malos y buenos, la película no detiene nunca ese ritmo tenso que
genera el uso persuasivo de la palabra. Paradigma radical de las sutilezas de
la lengua, en un marco de emociones profundas y dolorosas. “C’est la vie”.
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