Contratapa
TRIUNFOS
Y DERROTAS
Por Enrique Medina
El año 1953 fue muy intenso
para los fanáticos del box porque en el estadio Luna Park se tuvieron que hacer
combates para definir títulos que estaban vacantes desde muchos años atrás.
Sólo Alfredo Prada estaba en regla, y ostentaba con justicia el título de peso
liviano reconocido por la Asociación Argentina de Box.
Los combates se realizaron y
los campeones fueron, en Peso-Pluma, Pascual Pérez, ganándole a Marcelo Quiroga
por KO en el cuarto round; en Peso-Gallo, Roberto Castro le ganó a Alberto
Barenghi por puntos; en Peso-Pluma, José “Cucuza” Bruno le ganó a Mario Lopiano
por puntos; en Peso-Liviano, Alfredo Prada, que puso en juego la corona ante
José Gozza ganándole por puntos, y mantuvo el título; en Peso-Welter, Oscar
Pita le ganó por puntos a Alfonso Moreno; en Peso-Mediano, Eduardo Lausse lo
noqueó en el cuarto round a Mario Díaz; en Peso-Semipesado, Atilio Caraune noqueó en el noveno round a
Antonio Pacenza; y por último en la categoría Peso-Pesado, Rinaldo Ansaloni
noqueó en el cuarto round a Ángel Casano.
Seis de esas peleas las
escuché/escuchamos por radio en Las Tumbas. En el instituto nos permitían
hacerlo después de cenar. Era una radio grande y jerarquizaba el enorme comedor
imponiendo casi la misma veneración que un altar religioso. Las otras dos
peleas tuve la suerte de presenciarlas en el Luna Park mientras el General
Perón, como todos los sábados, las veía desde la primera fila del ring-side.
Mi ídolo en el boxeo argentino
siempre fue Mario Díaz. Era tan fanático que tenía un álbum, es decir un simple
cuaderno de 100 hojas, creo, donde pegaba todos los recortes de diarios y
revistas con su trayectoria. Recuerdo uno aparecido en la revista Goles que
llevaba el título “Pachorra provinciana”, y en la foto se los veía a él y a su
señora bajando la escalerilla de un avión. El comentario se refería a que había
comprado un billete de fin de año de la Lotería Nacional (en ese tiempo era
casi obligado participar de ese sorteo, era importante, no la porquería que es
ahora), y recién se dio cuenta después de dos semanas, cuando se le dio por ver
qué número había comprado, de que había ganado el Premio Mayor. Dentro de mí
estaba convencido de que Mario Díaz sería el campeón argentino porque en las
dos peleas anteriores que había hecho con Lausse, le había ganado muy
elegantemente por puntos. Yo tenía 15 años y estaba agarrado del alambrado que
separaba la popular del ring-side. Durante las preliminares, Gatica empilchado
a lo Divito y con el mismo sombrero del dibujante y creador de la revista “Rico
Tipo” paseó alrededor del ring levantando el brazo hacia la popular que lo
ovacionaba atronando el estadio; al irse les hizo un elocuente corte de manga a
los del ring-side y ellos reaccionaron puteándolo mientras el “tigre” se
retiraba como un dandy inglés. La pelea empezó rara. Me extrañó que Lausse no
fuera a buscarlo y que, en cambio, se quedara en medio del ring, esperando.
Díaz estaba preparado para el contragolpe, el esquive, tocar y salir, esquivar
de nuevo, descolocar, y así ganar por puntos, como siempre. No fue así. Lausse
no cayó en la trampa. Pasaron tres rounds que nadie entendió y en el cuarto
Lausse lo acorraló en el rincón que da a Corrientes y Bouchard y con una
derecha impecable al cuerpo y una zurda sublime a la cabeza lo dejó nocaut.
Durante un largo rato lloré sin soltar el alambrado. Cuando me calmé, los
boxeadores ya estaban abajo saludando a Perón. El último de esos ocho combates
definitorios se hizo el 26 de diciembre, que era mi cumpleaños. Oscar Pita,
otro de mis grandes ídolos, debería combatir contra Alfonso Moreno. Mi
padrastro, que sabía de mi admiración por “el Chino” Pita, y que ya me llevaba
a ver peleas en el pequeño estadio de Castro Barros, como regalo de cumpleaños
me pagó la entrada en ring-side, “sentadito como gente”. Oscar Pita, “el
apático” (le decían así por ser muy cerebral y no un peleador callejero), le
ganó muy bien por puntos al complicado Alfonso Moreno. Le ganó de manera
gradual y con precisión, boxeando y con el estilo que a mí me gustaba. Ese
triunfo me levantó el ánimo que la derrota de Díaz había hundido. Después
rematamos el festejo yendo a Las Cuartetas, pedimos pizza con moscato. Yo
lamenté que justo esa noche que por primera vez había podido sentarme en el
ring-side, Perón no hubiera asistido. Me hubiera gustado darle la mano. Bueno,
me dijo mi padrastro, no te preocupes, mucho más lo habrá lamentado el Chino
Pita. Y sí, pensé yo, que se corone campeón y que encima te salude el General, por
favor, mucha suerte junta. Entonces levanté el vaso con moscato para brindar
por Mario Díaz, él sí que hubiera estado feliz con la ausencia de Perón, sin
tener que sufrir al saludarlo luego de tremenda derrota.
Paisajismo
IMPRESIONES
Por Verónica Ojeda
Más allá del gusto que se pueda tener o no
por las plantas, el diseño, los objetos, el placer por mirar y admirar no se le
niega a nadie. También es cierto que un mismo paisaje, fotografía o perspectiva,
puede imprimir en cada persona emociones y sensaciones diferentes, esto está
ligado a lo subjetivo de cada ser, que hace que la recepción de esa imagen
pueda remontarlo a un momento equis de su vida, a un deseo por cumplir, a
concretar una idea. Qué mejor lugar para ver y mostrar, que nuestras útiles
redes sociales, en donde se manifiestan y promocionan distintas actividades y
producciones referidas al diseño, arquitectura y paisajismo, que es lo que nos
concierne en este caso.
Hace un tiempo atrás se me ocurrió “subir”
una foto, como se dice en la jerga, que es la que acompaña este texto; la
verdad es que sólo la puse allí por un acto de amor que tiene que ver con
mi hijo, ya que fue él quien me ayudó a prepararlas, y para cualquier padre o
madre es importante que sus hijos amen lo que uno hace, eso demuestra una vez
más que es imprescindible querer lo que uno hace para quizás sin darnos cuenta,
transmitirlo.
Con el correr de los días esa fotografía de tres
macetitas, hermosas por cierto -dicho sea de paso, las pintó una amiga-,
formando un suculento trío, era cada vez más visitada, y la pregunta
surgía: ¿por qué habrá gustado tanto? ¿Cuáles habrán sido los motivos o las
impresiones, los sentimientos?, ¿el placer por lo bello?, ¿la pequeñez de esas
macetitas tan simpáticas en el alfeizar de mi ventana?, ¿el color blanco?, ¿el naranja?,
¿se imaginaron chupetines?... En fin, un millón de posibilidades, pero ninguno
seguramente se acercó al sueño de mi amiga una tarde en La Cumbrecita…
Nunca hubiera imaginado que esos
cactus, actualmente muy de moda, tan estáticos, casi inexpresivos,
por momentos conformistas y poco demandantes, causaran semejante revuelo...
Y llegaban las preguntas: que si pintaba las
macetas, que si las vendía, de Brasil alguien quiso saber de qué material eran,
algunos indagaron acerca del nombre de las especies, y en inglés se pudo leer “¡beautiful!”
Cada quien hizo dentro de sí, una historia diferente; y aunque quizás haya
alguien que en un inocente acto de plagio quiera embellecer su casa intentando
la copia de este trío, probablemente estampándole algo para trazar su propia
edición, mientras sirva para despertar efectos positivos, esa foto seguirá
estando allí. Y yo seguiré recibiendo, con alegría, los “Me Gusta”.
Libros
DE TRABAJOS Y ANTIHÉROES
“LA
CONJURA DE LOS NECIOS”
Por Julieta Nardone
Esta novela (Anagrama,
1990) fue publicada por primera vez muchos años después de ser escrita. Su autor,
el estadounidense John Kennedy Toole (1937-1969), para ese entonces ya se había
quitado la vida a causa de una profunda depresión que llegó a su límite ante la
continua negativa de los editores.
Hoy se suele
decir que el gran logro del autor es el protagonista del libro. Podríamos
agregar, además, que este mérito no se sostiene en ninguna posibilidad empática
o de identificación con el mismo. Sin embargo, con el progreso de las páginas,
de la repulsión inicial pasamos a profesarle cierto cariño. O algo parecido. Ignatius J.
Reilly es un intelectual haragán,
glotón, inadaptado social que, a sus 30 años, aún vive a costa de su madre, la
mayoría del tiempo tumbado en su habitación nauseabunda, llenando cuadernos con
su visión implacable del tiempo que le ha tocado vivir. Hasta que un buen día
se ve obligado a dejar esa especie de “claustro medieval” para encontrar un
empleo.
Por cierto, no es el típico hombre que sale en
busca de trabajo para “ganarse la vida”, y para ser más precisos, tampoco tiene
muchas intenciones de doblar el espinazo. Estrambótico y megalómano, sus
convicciones desbordan hasta su propia capacidad reflexiva (digámoslo claro, aunque
no es lo más importante del asunto: la mayoría de las veces no sabe lo que
hace).
Biológicamente no le afecta, como al común de la
gente, esa tripa dolorosa que se llama corazón. A él se le cierra o abre “la
válvula”, según se encuentre su sistema nervioso; y, además, su apetito está
siempre atento a las señales del ánimo. Mastica si está ansioso, si está relajado, si
está deprimido, si está exultante… Mastica y eructa, mastica y libera su
válvula. Hasta acá, parece tener un hermano en ésta, nuestra época. ¿Acaso
Homero Simpson no es igual de glotón y despreocupado por las normas que dictan
las buenas costumbres?
Eso no es todo. Podemos encontrarle otro pariente,
más alejado en el tiempo y en el espacio: siglo XVII, “en un lugar de la
Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…” Porque también Ignatius, como el caballero de la triste figura, Don Quijote, sale a medirse con el mundo una y otra
vez, sin ceder nunca frente al entorno hostil ni al desencanto interior que le
trae cada uno de las fracasos cosechados en esa búsqueda laboral que, vale
decir, a sus ojos es una búsqueda filosófica o una oportunidad histórica de
cambiar “el sistema”.
Cualquiera sea el trabajo de turno que desempeñe, Ignatius encontrará siempre la manera de convertir
la situación más plana en una guerra individual contra Freud y el sexo, la
burguesía y la clase media, los cerebros de academia y la corrupción educativa,
el consumismo y la falta de buen gusto, etc., etc.
Y más aún, aquí, fracaso más fracaso no suman
“perdedor”; al menos no sucede así en el espíritu del excéntrico treintañero.
Ya sea por sus “grandes” móviles en un mundo carente de teología y
geometría, ya sea por
el cúmulo de ideas fijas que lo presentan como un vigoroso e incansable cabeza
dura, después de cada derrota no cabe más que volver a empezar con el
entusiasmo tan engrosado como su propia silueta.
Nuestro protagonista está en otra
película, sin duda: "Sólo me
relaciono con mis iguales, pero como no tengo iguales no me relaciono con nadie".
Las situaciones que se crean alrededor
de la figura de Ignatius son increíblemente
grotescas y extraordinarias. Rompen lo ordinario y dejan pasmados a los
personajes –para nada comunes, tampoco-, con los que se encuentra en su
incansable peregrinaje.
Se sabe que el humor sana, y en efecto,
los invito a participar de esta farsa desopilante y crítica para matizar un
poco el estrés y los sinsabores que afrontamos diariamente en el mundo laboral;
sin dejar de lado la reflexión sobre nuestras propias neurosis, las coacciones
y límites ambientales y la posibilidad siempre latente de salvarnos amando o
simplemente teniendo contacto con seres tan ínfimos, aunque indispensables como
nosotros mismos. Y como nos alerta esta experiencia literaria: las fronteras de
nuestra visión de mundo son inagotables, tanto como las aventuras que nos
esperan a la vuelta de cada esquina.
Cine
ALMA
ATORMENTADA, CUERPO SATISFECHO
“SHAME: SIN RESERVAS”
Por
Lorena Bellesi
bellesi_lorena@hotmail.com
Una de las
consecuencias más perniciosas que padecen las personas adictas, es la
incapacidad de ejercer un control pleno sobre sí mismas. Lo compulsivo de sus
actos las arrastran a una desenfrenada carrera por conseguir aquello que le
resulta desesperadamente valioso, aquello que les es indispensable para poder
subsistir, llámese droga, alcohol, lo que sea. Existe un tipo particular de
adicción que suele estar sitiado por un gran tabú, debido a la falta de información
y al prejuicio social insinuado en su consumación. Se trata de la adicción al
sexo. La película del director inglés Steve McQueen, Shame: sin reservas, grafica el insondable drama de quien lo sufre,
la angustia existencial de un individuo atrapado, mejor dicho, manipulado, por su
incontrolable dependencia.
El actor Michael
Fassbender interpreta, maravillosamente, a un personaje de raigambre dual. Brandon Sullivan es un treintañero
neoyorkino exitoso, atractivo, reservado, asume la apariencia de ser un
“caballero”. Sin embargo, encubre una verdad acerca de sí mismo que lo
atormenta: una vida hipersexualizada, disociada de cualquier tipo de relación
afectuosa. Consume pornografía en el trabajo, apenas llega a su casa, luego de
abrir la puerta y encender la luz, antes de acostarse. Sus inquietudes sexuales
son una obsesión que no le dan respiro, torturado interiormente intenta
mantener bien oculta esta ignominiosa realidad. La palabra “shame” significa en
inglés “vergüenza”; la soledad de su íntimo padecimiento lo lleva a aislarse, a
alejarse lo máximo posible de la mirada condenatoria de los otros. Pesa sobre
él el temor de ser juzgado como pervertido, y no como enfermo. Su pose de
galán, su incapacidad para comprometerse en relaciones sentimentales a largo
plazo, no es algo que él dispuso, o prefiera. Es la única alternativa posible a
su personalidad, y lo vive como un fracaso, una frustración de la que no se siente
orgulloso, todo lo contrario, acentúa su impotencia.
Si bien evitó a su
única hermana, Sissy (una estupenda
Carey Mulligan), inesperadamente, un día ella aparece y se instala en su
departamento, en su vida. Entonces, las reglas del juego cambian. A Brandon, ahora, le resulta una tortura
mantener la máscara de hombre “normal”, se siente atrapado, acorralado por su
presencia. Sissy es distinta a él,
extrovertida, alegre, desordenada; se gana la vida como cantante aficionada, su
sensibilidad y sentimientos se traslucen en su dulce, conmovedora voz. Pero al
igual que su hermano, hombre de escasas palabras, existe en ella una tendencia
irrefrenable hacia la autodestrucción. Ambos son una especie de parias
sociales, en el sentido desesperante de no saber cómo continuar, cómo
levantarse y seguir con ese dolor que maneja sus vidas.
La película no se
caracteriza por ser muy dialogada, está prácticamente sostenida en la gran
actuación de Fassbender, en un histrionismo estremecedor y convincente. En el
comienzo de la misma, estando en una reunión de trabajo, su jefe lee un informe
en voz alta para todos los presentes, y al oír “eres repugnante”, Brandon, que estaba distraído, levanta
la cabeza y su mirada abatida lo dice todo. Parece sentirse aludido, señalado
por el dedo, marcado y condenado.
Los tonos fríos, el
azul, el gris, elegidos por el director para contar la historia, aplacan las
escenas más osadas, les inyecta una total falta de sensibilidad, privilegiando
el puro arrebato mecánico, desbordante. Shame
corría el riesgo de ser superficial o muy obvia, obscena dado el tema de su
argumento; sin embargo, es inteligente y profunda. En esta ocasión, el sexo no
es una cuestión de adolescentes, ni un atractivo para conseguir más
espectadores, tal cual el cine nos tiene acostumbrados. Acá es un tipo de droga
de alta pureza, un vehículo hacia el aniquilamiento de sí mismo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)