Otra agricultura es posible

 
Por Laura Moya

A mediados del siglo XX y con la excusa de disminuir el hambre y la desnutrición, los gobiernos de los países desarrollados utilizaron la ciencia moderna para encontrar formas de producir más alimentos, lo que revolucionó la actividad agroganadera. La cría intensiva y la selección genética permitieron variedades de alto rendimiento de cultivos y razas más productivas de ganado. Hubo grandes innovaciones en la agroquímica que se tradujeron en nuevos plaguicidas y fertilizantes. Para llevar la revolución al campo, los gobiernos apoyaron a los productores fomentando el uso de estas nuevas técnicas y tecnologías agrícolas.
Esta transformación llamada “Revolución Verde”, tuvo un alto precio. Extinguió la biodiversidad agrícola, deterioró de modo irreversible el medio ambiente y la salud pública, incrementó el uso de agua -a través de sistemas de riego- ocupando el 70% del consumo de este bien agotable. Por último, a pesar de que incrementó la productividad -a costa de la dependencia de los agricultores con las multinacionales productoras de semillas e insumos-, el hambre y la desnutrición se han profundizado; 1020 millones de personas pasan hambre diariamente. Para aprovechar los adelantos de la revolución verde, era y es necesario: tener dinero, acceso a la tierra y agua. Quien no contó con esos atributos fue desplazado hacia las periferias de las ciudades, perdiendo su fuente de trabajo y su identidad como trabajador rural. También sucedió, especialmente en la pampa húmeda, la venta o arrendamiento de la tierra por imposibilidad de adquirir la nueva tecnología.
La expansión de la frontera agrícola lograda con estos avances, trajo aparejada la deforestación, desertificación, conflictos con pueblos originarios y la modificación visual y habitacional del lugar.  
Ante este modelo extractivista se presenta el modelo de la agroecología, filosofía de un tercio de la población mundial que mantiene los sistemas de producción de base agroecológica o de agricultura familiar y promueve el no uso de agroquímicos, el empleo de los recursos disponibles locales, el consumo local, el intercambio de información entre agricultores y la no incursión de organismos genéticamente modificados. No apunta a un único cultivo sino a cultivos integrados para favorecer la recuperación de los controladores biológicos, eliminados con la agricultura industrial. Este modelo no se vio afectado por la crisis económica mundial porque se sostiene en la construcción local del consumo y sólo incursiona en grandes intercambios en casos de limitaciones productivas. “Su objetivo básico es asegurar la soberanía alimentaria, es decir, garantizar no sólo lo que se come, sino en el marco de una cultura propia y de una forma propia de producir y consumir el alimento, tan diverso como pueblos hay sobre la tierra. La Argentina tiene un enorme potencial en ello, pero debe pensar primero en garantizar que su pueblo recupere su soberanía alimentaria, que se ha perdido como consecuencia de las pésimas políticas agropecuarias que se han venido sosteniendo desde el gobierno de Menem”, según palabras del ingeniero Walter Pengue.
Por otro lado, en los modelos de revolución verde y agricultura industrial los niveles de productividad comienzan a ser cada vez más bajos, mientras que la producción agroecológica muestra tendencias de crecimiento.
A lo largo y a lo ancho del país se encuentran ejemplos, que demuestran que el modelo agroecológico es viable y posible. Esto demuestra que existe otra forma de producción y otro modo de relacionarse el ser humano con su ambiente, sin dañarlo, preservándolo así para las generaciones futuras.

Los datos y la información fueron extraídos de textos de Walter Pengue y de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). 


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