Por Carina Sicardi / Psicóloga
casicardi@hotmail.com
“Cuando
en brazos de tu madre te dormías, yo pensaba, qué será de nuestra niña cuando
le llegue la instancia, de enfrentarse al destino, pecho abierto, frente
alzada. Te autorizo a volar sola, tus alas ya están plumadas”.
La antigua máquina de escribir, a la que le
saltaba siempre una letra, estampaba en el papel las palabras que se
eternizarían con el paso de los años en la memoria de la niña. Y aquel que se
formara en la escuela de la vida, quien se convertiría en su poeta favorito,
estrofa por estrofa iría describiendo los sentires hacia su hija…
Es que ese pensamiento de soñar caminos había
nacido mucho tiempo antes de esa poesía, aun antes de conocerse cara a cara,
cuando ser padre era sólo un deseo que dibujaba en su frondosa imaginación en
los largos momentos de ensueño de su vida bohemia.
Y un día se encontraron, ese padre soñador, y
esa hija que, según su relato, ya le sonreía cuando con su pequeña y blanca
manito, tomaba el grueso y moreno dedo que la acompañaría en cada paso. Así la
nombró, reconociéndola entre tantos, entre todos, con ese nombre que fusionaba
su sentimiento y su creencia.
“…te
puedo decir que sos una hija obediente, una alumna inteligente para orgullo de
tus padres. Sigue así y verás más tarde, que es muy hermoso vivir…”
La infancia iba transcurriendo entre momentos
de colores y también de grises, sembrando sueños y aceptando realidades que
ayudaban a crecer. Entre tardecitas de música y canciones aprendidas a
escondidas para sorprender a ese padre, con el orgullo de ambos en la mirada
cómplice por cada logro, y el abrazo contenedor cuando la adversidad venía, se
iba tejiendo punto por punto esta red indestructible.
Los años pasaban, la nostalgia y las canas
iban blanqueando la cabeza llena de desencantos e ilusiones, reflejo de su alma
de vals. Y la adolescencia los enfrentaba en discusiones sobre ideologías
diferentes, ya los lugares de la música eran otros y otras personas se iban
sumando a esa historia, pero aun así, no faltaba el “corré la silla, papi, y haceme upa”...
Llegaba el tiempo de probar alas, y esa
contradicción entre la prueba de la libertad y el dolor de la partida se hacía
tangible en cada lunes de despedida. Ambos sabían que era lo mejor. Pero cada
vez que el ómnibus arrancaba, el recuerdo de tantas despedidas a la inversa,
volvían a la memoria de la hija, ese llanto incontenible de niña al ver que su
padre se alejaba… Ahora era ella quien se iba…
Como si la vida los fuese preparando en cada
separación para lo que inevitablemente vendría.
“Cuando
entremos a tu pieza e ir tus fotos mirando, tu madre y yo pensaremos, ¡qué
solos que estamos quedando! Nosotros no somos viejos, pero los años ya pesan y
hemos trabajado mucho para que ustedes bien crezcan. Pero esa es la obligación
que le atañe a cada padre, espero que hagas lo mismo con retoños de tu sangre.
Rezaré por ti, no dudes, y pediré en mis plegarias, que tu vida le dé nietos a mi vida solitaria”.
Los años pasaron, y ese nieto, bien retoño de
su sangre, apareció para seguir escribiendo la historia que empezaba a cerrar
un capítulo. Ese hombre fuerte, que nunca llegó a tener su espalda curvada por
los años, comenzaba a ser pequeño, en salud física y en kilos que iba perdiendo
junto con cada día que se iba, aunque no sucedió lo mismo con la fortaleza en
su mirada y con las ganas de vivir un día más…
Ahora era esa niña ya crecida para el mundo
pero nunca para él, quien lo cuidaba y lo llevaba de la mano cuando el bastón
pasó a ser su apoyo al andar. Y fue a ella a quien le dedicó ese último adiós
poético -como su vida-, cuando ya no había tiempo para nada más…
“Y ya
dejo de escribirte, pues se me borra el renglón, y estoy soltando una lágrima
de tristeza y emoción. Que Dios te guarde Carina, que seas feliz, hija mía,
seguirás siendo mi nena, por el resto de mis días”…
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