Memorias y brindis Diciembre 2011


Por Mariano Fernández

De alguna de las fiestas que hemos pasado, todos tenemos un recuerdo especial. A veces son muchas como para recordar específicamente a qué año corresponde esa remembranza y se mezclan números con caras. ¿No les pasa?
De las muchas o pocas que hayamos pasado, algún recuerdo se cuela en la retina más que otro por algún detalle, y nos lleva al territorio casi privativo de la melancolía. Y es que de eso tienen mucho las fiestas de fin de año, también. Es inevitable asociarlas a los que no están, por distancia o simplemente porque se han ido, en cualquiera de las formas que usamos los humanos para irnos. En este mismo instante estoy recordando a mis ausentes. Como usted, amigo lector, estará haciendo. El calendario por esta parte, parece como si hiciera que se acentuara la falta o la distancia. Yo recuerdo una Navidad donde recibí una bicicleta. Azul brillante, de ruedas muy negras con olor a caucho fresco. Esa bici fue producto de una relación epistolar de mi abuelo (que ya no está en este barrio), con Papá Noel. Estoy sonriendo. Ese lindo recuerdo de mi abuelo, entre otros, me lo provoca. ¡Un beso abuelo! Y más cerca ya del día de hoy, o mejor aún, más lejos de la infancia y de ser acreedor de algún juguete debajo de ese pino gigante que tampoco está más con nosotros, tengo más y más frescos recuerdos de fines de año. Recuerde conmigo. ¿Cuál fue el fin de año en que fuimos más felices? ¿El primero que pasamos con la persona que elegimos para compartir este viaje? ¿Cuál la primera fiesta con el niño? Hagamos balances, que en esta época están de moda. La memoria sirve, en mi opinión. Créame que sirve. Así me acuerdo de dos diciembres. Uno fue un diciembre de clima agobiante. Cuando digo clima no sólo me refiero al calor. A fines del 2001 no se podía respirar. Literalmente. En Chabás habíamos obligado a cerrar los bancos y nos habíamos movilizado a Rosario. Todo estaba enrarecido. Y las chispas, cuando todo está seco y es propicio, hacen que todo arda. Así el 20 de diciembre, con la clase media dolida en el bolsillo, los poderosos asustados y los pobres siempre pobres pero decididos, marcó un hito en la historia política argentina. Nunca lo voy a olvidar. Pedí que se vayan todos; se fueron algunos pocos; otros volvieron, camuflados, renovados, pero a esa fecha nos atravesó. Todos sabemos que un 20 de diciembre existió, y prueba que los argentinos no somos mansos. Les confieso que creo que esa vez, fue una de las pocas donde decidimos algo en realidad. Y me vienen a la cabeza unos pibes de la Matanza que conocí una vez y también sonrío. Hace diez años de eso. Unos años más tarde, en las postrimerías de otro diciembre, unos pibes como lo fui yo, viendo una banda parecida a algunas de las que yo había visto, en un boliche muy similar a alguno de los que en alguna vez estuve, morían trágicamente. La alegría de las fiestas, desapareció esa víspera en Cromagnon. Fue el fin de año más triste. Lloré, medio escondido; y así encontré a alguno de mi familia también llorando, también escondido. Para ese año no tengo sonrisas. La fiesta fue austera y lúgubre. Prueba de que no todo es sonreír. Prueba, al menos para mí, de que la memoria y el recuerdo, no siempre son gratos; pero aún así tienen sentido, si de ello, aprendemos. 
Esto de ponernos reflexivos, tal vez, deberíamos extenderlo al resto del almanaque. Hoy, mientras adivino a mi hijo pequeño atreverse tambaleante, osado y desafiante,  estrenando reciente caminar, rumbo al pino sucesor del antiguo que apenas lo supera en altura, en busca de su regalo, no puedo evitar una sonrisa. Brindaré, aun sabiendo que este acto no es suficiente por sí mismo, por más diciembres y eneros y febreros y meses donde el pueblo decida, por nunca más un Cromagnon y por justicia por los pibes que allí quedaron, brindaré por el futuro de nuestros niños. Y también con usted, y por usted.

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