Milongas compartidas


Por Carina Sicardi / Psicóloga Mat. 2600

La Navidad conlleva en sí misma la sensación o necesidad de nacimiento. Si bien tiene una connotación religiosa, también desde lo cultural nos sentimos transversalizados por esa festividad.
Una vez más, fue, como mínimo, un tema de conversación: “A la gente les gustan cada vez menos las fiestas”, “Yo me dormiría el 24 y me despertaría el 7 de enero”, o, por el contrario, “A mí me encantan las fiestas”. Lo que es raro es encontrar la indiferencia, la verdadera, aquella que hace de la Navidad un día como cualquier otro. Porque, aun sin tener demasiado claro qué se festeja, nos encontró reunidos alrededor de una mesa, con familia -o lo que queda de ella-, o con extraños conocidos, pero siendo parte de algo con alguien.
Nos renegamos, nos convencimos durante todo el año de que es una cuestión comercial, en la cual se llenan de plata unos pocos; que los juguetes y determinadas comidas redoblan sus precios, etc., pero… unos días antes, cuando todo parecía vestirse de verde, rojo y dorado, aquel viejo árbol navideño viajó desde el remoto rincón del más olvidado mueble, hasta el lugar más cercano a la ventana que da a la calle, y se comenzó a escuchar: “Che, ¿con quién pasan ustedes la Nochebuena?
Las jugueterías se encontraron con los más previsores adultos, que, días antes, ya fueron comprando por anticipado los regalos para los más pequeños de la familia (o de los afectos). Y también con aquellos que año a año juraron no volver a hacer las inagotables colas del día 23 ó 24, soportando el calor y la espera; son quienes hasta el día anterior no iban a regalar nada a nadie.
Entonces, la mítica figura de Papá Noel, proveniente del lejano Polo Norte, apareció con amigos y detractores: “¿Le escribiste la cartita a Papá Noel?”, “Pero cómo, en mi época era el Niñito Dios el que te traía regalos”… 
Y aún el esfuerzo de los que, para mantener vivo el mito, decidieron disfrazarse con ropa invernal en diciembre 24 del territorio más cercano al Polo Sur, queda cuestionado, por ejemplo, por mi sobrina Alma, de 4 años: “¿Y dónde deja el trineo si el año pasado vino en auto?”
Los más intelectuales y filosóficos, reflexionaron acerca de la posibilidad de generar cuestiones traumáticas en los niños por sostener una mentira que, en el momento de descubrirse, haría no creíble el discurso del adulto.
Son muchos los que recordamos, casi con rencor, a aquel niño que, en un arrebato de sinceridad, nos dijo con un dejo de sorna: “¿Todavía no sabés que Papá Noel y Los Reyes Magos son los padres?” Desilusión total, inicial descreimiento, no puede ser, si yo un día le vi la mano a Gaspar... Hasta que llega el momento más temido, el enfrentarse a los únicos que pueden decirnos la verdad: los padres (o el adulto más creíble). Estos, que esperaron ese instante, practicaron las más variadas respuestas, ninguna científica. Es el comienzo un nuevo camino, ya nos sentimos grandes y ellos también…
En el mundo de los adultos, la reunión navideña trae aparejada la comparación con otras anteriores, tiempos idos, donde las sillas estaban ocupadas por personas que hoy ya no están, porque la familia se agrandó y se subdividió o porque ya no pueden ocuparlas…
Jorge Rojas hizo popular una canción que fue producto de una carta ganadora de un concurso, que se llama “El último deseo de Navidad” y es una historia conmovedora de la que me voy a permitir transcribir algunos párrafos:
“Arrastro sobre mis hombros casi 87 navidades, y son, uno a uno 87 recuerdos distintos y hermosos que riegan mi cerebro de sangre fresca. En un tiempo que ya suena lejano, la mesa era gigante, casi eterna… El patio de mi vieja fue la más maravillosa de todas las pistas de baile que alguna vez recorrí, airoso del brazo de la rubia más bella de todo Lanús… Nunca pudimos tener hijos, es cierto, pero éramos felices, con sólo mirarnos éramos felices… La Navidad se fue llevando uno a uno a nuestros invitados, de todos modos, con Ana Laura seguíamos festejando la navidad como el primer día… En marzo del año pasado, Ana Laura partió para siempre, la muerte me la llevó de un soplido, y sin poder poner siquiera las manos, le dije adiós para toda la vida… En este instante hermoso y eterno en el que cierro los ojos para recordarla, siento la necesidad de pedirle a Dios un último deseo… Seguro que ella, la gran compañera de mi vida, el amor de mi infancia, la amante de mis sueños, el amor de mi existencia, vendrá a buscarme. No querrá pasar la navidad sola, se aferrará de mi brazo y con un beso en la mejilla, me invitará a bailar la milonga más hermosa que nadie antes escuchó…”
Para todos aquellos que tuvimos sillas vacías, va este relato… Por muchas hermosas milongas compartidas…
  
  
  

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