La madre de los días

Por Sebastián Muape

Son escasos los recuerdos que una buena lluvia de octubre no pueda traer, una lluvia musical con olor a pasto, a viento y barro. Un aguacero sobre alguna chapa, que caiga en mi única maceta, continuación de tus brotes. Es la memoria y la necesidad que transito hoy, pero que soslayo los otros trescientos sesenta y cuatro días del año. Estoy acá, parado cerca tuyo o charlando con tu pasado, oliendo tus manos y tus mejillas; en este camino nos encontramos.
Luz de las madrugadas, de las tardes, de los encuentros, compañía infatigable, mutua y duradera. Compañía perpetua, incondicional visita, la del alumbramiento, la de las distancias. Compañía que trasciende todas las despedidas. Lágrimas de estación, palabras temblorosas, como tus párpados, como mis brazos.
Nuestras soledades, llenas de anécdotas y ansiedades. Reclamos omnipresentes de espacios prolongados, miedo del olvido justificado. Un mate y un millón de preguntas; los buñuelos del tiempo, inalterables. El jardín itinerante, tu orgullo supremo. Las azaleas fieles y puntuales. Jamás me acuerdo el nombre de la otra flor. La enredadera que camina, igual que los surcos de tus comisuras, cauces de risa y llanto, de grito y de murmullo acelerado.
Revisamos las fotos de papel, ritual, breve litigio generacional; me las vas a terminar regalando, no sin rezongar. Zoncera de sollozo habitual, caricias de piel con pliegues, manos de abuela. Alhajas de bisabuela. Ornamento atávico, dorado y simbólico. Oropeles de la vida, de otras vidas con mesas interminables, vino de damajuana y fideos a la guitarra, puchero de gallina; tanos de buques golondrina, que te marcaron la tierra y el destino.
Me sonrojo como un idiota con tus besos de labios apretados, repetidos y rememorados. Al contacto con tus manos me estremezco como un cachorro, tiemblo, me escapo. Soy hombre, soy padre, soy hijo; suerte longeva de poder abrazarte. Me acercás tu latido perenne, tus pasos titubeantes, tus nómades pies madrugadores, el maquillaje para tus canas, tus pestañas interminables.
Madre de las noches, insomnio bendito hasta que volviera. Café doble del amargo o cubitos en la mollera, más de una vez; más de mil veces. Catadora de aliento y de miradas, sin reproches jamás. Temerosa de que herede los errores de tu otra mitad, un alerta permanente, un trago de realidad. Sobresalto de horas eternas, mis pasos absurdamente disimulados, tu silencio cómplice de domingos, almuerzos solitarios.
Madre de las mañanas, caricias en el hombro, poleritas calentadas con la plancha, tazón de leche tibia con vainillas o tostadas. Me tirás al peinarme, lo sabés, lagrimeo enojado, corte de pelo medio chingado. Tus trazos en mi cuaderno, tu talento dibujado se me nota ajeno, la Casa de Tucumán sombreada, la maestra engañada: ¡Muy bien 10, felicitado!
No me regalaste un Billiken o un Gráfico, pusiste “La Profecía” en mis manos cuando cumplí diez años. Me fasciné con la imagen del pibe, que proyecta una sombra con forma de cruz, me explicaste el triple seis y encontré el antídoto ideal para las misas del San José. Hoy te doy millones de gracias, por aquellos terroríficos regalos adelantados.
Casi me convenciste de que mis pantalones, hechos con el amor de tus manos, eran iguales al Wrangler, de mis amigos del barrio. Te la hice pasar fulera, lo lamento. Pelotudeces de pendejo, con cerebro abreviado.
Madre de las tardes, tus gatos y tus pinturas. El humo de tu tabaco. Tus voraces lecturas, ¡jamás visto! Vas al día en la biblioteca de tu vecindario, te sabés de memoria las de Robin Cook. Creés en la Tierra hueca, en Las Bermudas, en que las Líneas de Nazca no fueron hechas por humanos; estás documentada acerca de que los Mayas son interplanetarios, vecinos de los egipcios, de la galaxia de al lado.
Madre de los días que te ganaste, los tuyos y los míos; vinilos en silencio, tarareando “Pasional”, el preferido de tus tangos. Fuiste arrullo, escarpín y calostro. Parto con susto, de cordón enredado. Fuiste Maizena, guardapolvo remendado, fuiste la plaza y el salón de actos. Sé que algo te debo, sé de tu llanto aciago, por eso, madre de los días, empiezo con este abrazo.


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