Como vos no hay dos
Por Alejandra Tenaglia
El 20 de julio tiene un ritual que a nadie escapa, niños, adolescentes, jóvenes, adultos, ancianos, todos obedecen al calendario y se reúnen con los amigos que se supieron procurar, para festejar la continuidad de un encuentro que en cierto momento pasado dio nacimiento a una posteridad compartida.
Hay distintos tipos de amigos. Los que conocimos en nuestra infancia y aún siguen vigentes. Los que ganamos en el camino gracias a un trabajo, un deporte, un curso, una noche, una coincidencia bendita y hasta una desgracia. Los que intermitentemente aparecen con la confianza intacta venciendo la distancia que el tiempo no pudo imponer. Los que saben hacerse sentir presentes desde lejos. Los que nos tocan la puerta en el momento justo en que estamos por desfallecer como consecuencia de un mal día y nos inyectan energía. Los portadores de palabras sabias; los hacedores de silencios que trasuntan calma; los que sonríen cuando estamos feliz; los que pestañean rápido cuando nos ven llorar; los que nos empujan cuando queremos detener el paso; los que nos frenan cuando estamos a punto de darnos, por enésima vez, la cabeza contra la pared; los que son capaces de vencer todos los muros que levantamos; los que nos ceden su tiempo para escuchar una pena que ya podrían por sí mismos recitar; los que nos alientan para que demos ese salto que nos espanta; los que nos permiten reflejarnos en su mirada; los que son capaces de enfrentar hasta al mismo Aquiles para defender nuestro nombre; los que saben mentirnos para aminorar dolores; los que no pueden evitar sentir repulsión por aquel que nos hizo mal; los que se preocupan por nuestra alimentación, nuestra salud, nuestro aspecto, nuestra intelectualidad; los que no olvidan los cumpleaños y demás aniversarios; los que atizan nuestros sueños, aplauden nuestros logros, sufren nuestras caídas, se enorgullecen del lazo que nos une, se envanecen por el amor que les tenemos, se entristecen por no vernos.
Cada uno de aquellos hermanos que hemos elegido como compañeros de vida, tiene un tesoro que nos hace cuidarlos y procurarlos cerca como si fueran la última flor del planeta. Su existencia nos modifica, nos embellece, nos enriquece, nos fortalece, nos sensibiliza, nos sujeta a la vida. Esa vida que a veces se nos aparece como una montaña imposible de escalar o como un mar demasiado ancho y bravo. Esa vida que sería aun más difícil sin el afecto, el consejo, la simple compañía de quienes vuelven a elegirnos cada día amén de nuestras fallas, defectos, miserias y caídas. Porque saben caminar en la oscuridad que tenemos y valorar las lucecitas que les podemos brindar.
Todo lo que nos sucede tiene otro gusto y quizás más, cuando se lo podemos confiar a un amigo. A esos que llamamos amigos de verdad. Y siendo la verdad algo que por diferentes motivos no siempre abunda, la amistad es entonces un hecho a celebrar.
A los que siempre están, a los que cada tanto aparecen, a los que ya no podemos abrazar pero llevamos en el pecho, a los que estuvieron muy cerca en algún momento y hoy permanecen alejados con una distancia que no se mide en metros, a todos los que tuvieron influencia de una u otra manera en lo que actualmente somos, un saludo cálido, un agradecimiento sincero, un deseo de bienaventuranza y el pedido de que por favor, por favor amigos, sigan existiendo.
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