SIMPLEMENTE… ¿POR QUÉ?
Por Carina Sicardi
“Comprender, pese a todo, comprender”. El recuerdo me sorprende sin poder identificar, aún, quién ha sido el o la autora de esta frase que parece trascendernos. Desde muy pequeños (hasta tiene denominada popularmente una etapa del desarrollo infantil: la edad del ¿por qué?), vagamos por la vida cuestionándonos por las causas de todo aquello que hacemos o decimos, sin saber cómo llegamos a este punto de la historia.
“Hoy no puedo entender la vida”, me dijiste. Cuando, hasta hace muy poco me molestaba que tu postura de supuesta seguridad casi me dejara al borde de la impotencia, en un rincón, hoy te veo derrotada detrás de la bronca. En donde reinaba la incomodidad de aquel que desconoce a esa persona que se presenta como interlocutor, cuando te vi transformada en un adversario, de pronto aparece ese ser lleno de dudas, sin tener claro cuál es la causa que generó tan inesperada transformación.
Lo que no podés entender de la vida es que el final es la muerte misma, que nada puede remediar eso. Ni siquiera el esconderse detrás de la soberbia, ni el dinero, ni la efímera belleza nos excusa de tener que pasar por ese puente angosto en donde sólo pasa uno.
No poder entender la vida es preguntarse “por qué”, cuando nos suceden determinados hechos que no son esperados o nos resultan injustos según nuestros preconceptos.
“No entiendo por qué me dejó si hasta ayer decía que me quería”. Entender el desamor, el sentir que alguien no nos elija, suele ser la frase que se repite hasta el cansancio, en las largas noches de lágrimas que parecen no tener fin, o en las tortuosas horas del día tan largo cuando la ausencia del otro transforma todo en sepia… Como si entender fuese un apósito que detuviera el ardor de la herida.
Largas páginas de la historia, infinidad de canciones se han escrito en honor a semejante oprobio, a tan profunda herida narcisista.
Lo efímero de los sentimientos se contrapone con la ilusoria idea de los enamorados en cuanto a la eternidad del amor, sin siquiera poder pensar, que a veces el amor verdadero es sólo la creencia de que lo es. Hasta que un día, la realidad se interpone con su cara más cruel: ya no te quiero. Frase lapidaria, imposible de entender, que nos enfrenta a un ineludible: “¡por qué!”
“¿Por qué a mí?” Cuestionamiento que llevó a develar a no pocos filósofos (de café, sobre todo). La respuesta a la que la mayoría de las personas adhiere, no sin un gesto de hastío, de boca torcida y elevadas cejas, es “¿y por qué no a mí?”
Surge aquí la presencia del egoísmo: “por qué a mí y no a otra persona”, que, según el doliente, se lo merece más que él. Como diría Maitena, Señor: si no puedo adelgazar, hacé que engorden mis amigas.
Creo que la búsqueda de fundamento es un camino segmentado, de muchos principios y finales que sólo habilitan nuevos comienzos. Ese es el recorrido filosófico.
Los pequeños son un ejemplo de lo antedicho. La curiosidad que los lleva a descubrir y conocer el mundo y sus funciones, nos obliga a escuchar infinidad de “¿po’queee?”, que atentan contra la paciencia más cultivada.
Aquellos progenitores que, después de haber leído varios libros y/o revistas especializadas en la temática, tratan de responder, con palabras simples, cada uno de los cuestionamientos, se descubren finalmente contestando: “¡porque sí!”, dando por terminado con esa frase (que se prometieron miles de veces no mencionar) el supuestamente infructuoso diálogo. Son las primeras veces en que las preguntas de los hijos nos dejaran sin palabras.
Ahora pienso que cada “por qué” es un descanso en el camino. Una excusa para tomar aire y retomarlo más tarde. Es ir más atrás en el tiempo, es cuestionarse por aquello que ya está hecho, por lo que ya no tiene remedio. Pero encontrar respuestas nos da la posibilidad de entender, de situarnos, de volver a encontrar el norte, buscando éste, nuestro inicio, con la seguridad de ser quienes tomamos la posta de aquellos que nos precedieron, porque, en realidad, como diría la filósofa Mafalda: somos el empezose del acabose de otros caminantes.
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