RAINER MARÍA RILKE
Por Julieta Nardone
La elección del escritor praguense se debe a varios motivos. En diciembre se cumple aniversario tanto de su venida como de su partida (1875-1926) a “lo que se supone que es el mundo”, para rememorar un verso de otro hombre más cercano a nosotros en tiempo y espacio. Pero además, fue en 1912 –cien años atrás- cuando Rilke comenzaría a escribir esta obra inmensa.
Hay que admitir, como primera medida, que la densidad simbólica y filosófica no hace fácilmente digerible a las diez elegías que componen el texto (Centro Editor de América Latina). Es necesario armarse de paciencia y, sobre todo, uno tiene que procurar aproximarse al libro amorosamente; pues en gran medida las obras son de una infinita soledad -así lo vive y declara el propio autor-; sólo el amor puede comprenderlas y apreciarlas y ser justo con ellas.
Entonces: ¿qué provoca, o mejor, cómo nos convoca la palabra rilkeana? Podríamos empezar por destacar la pluralización de intuiciones únicas, a pesar de la escasa visibilidad de las ideas y asuntos que trabajan sus versos. La voz poética se agazapa en una oscura simbología premeditada, y en ese estado de alerta parece trazar los giros de una aventura que aspira a una Unidad, a la totalidad de lo simultáneo, donde reine lo que el hombre ha sido y será en comunión con lo natural... Unidad posible sólo por la transformación. Porque a lo que pareciera tenderse es a la mutación de todo lo que nos rodea; interiorizándolo, trocando lo visible en invisible.
Así, nuestro mundo interior resultaría ser el perfecto contrapeso de la soledad humana a la que no hay más remedio que entregarse y aceptar abiertamente: Y a veces, azorado, un pájaro, horizontalmente volando en el campo de sus ojos, traza la imagen escrita de su solitario grito en el espacio (Décima Elegía). Y esta aceptación –según observa el poeta santafesino Inchauspe- es imprescindible para que pueda acontecer un encuentro auténtico con los otros: (...) la dicha más accesible no se nos da a conocer sino cuando en nuestro propio corazón la transformamos (...) en ninguna parte, amada, habrá mundo sino adentro (Séptima Elegía).
El poetizar la realidad como acto transformador de lo exterior en imagen más intensa y condensadora, desde esta visión, podría ser la bisagra para acceder a lo abierto, a ese otro lado que va más allá del mero tránsito, dotando de trascendencia nuestro existir. De alguna manera, pues, en este libro se propone una metafísica, no teológica sino enteramente poética; un trayecto introspectivo que guíe al hombre ante la enajenación y fragmentación del mundo moderno, pues realmente es extraño no habitar la tierra (Primera Elegía). Versos como éstos nos remiten al surgimiento de la era tecnológica cuyo proceso de objetivación afectará la conciencia y la interacción de los sujetos de un modo incalculable, donde la voluntad de progreso pocos años después (1914, primera guerra mundial) descubrirá una feroz voluntad de dominio.
Y tal vez en otra capa textual, no desligada con la anterior, puede leerse a Rilke como la manifestación lírica de la angustia occidental ante la desacralización del mundo: la necesidad de un lenguaje sagrado que acalle el silencio de Dios. Pero incluso, también es posible hallar en Las elegías de Duino un hondo cuestionamiento terrenal sobre las necesidades humanas de siempre; y por cierto, son verdaderamente agudas e inagotables las figuras de esa experiencia: Pues para nosotros sentir es diluirnos. ¡Ah! Nos exhalamos y nos disipamos. Y de brasa en brasa damos un perfume cada vez más débil. (Segunda Elegía)
¿Quién nos ha hecho girar de esta manera que, hagamos lo que hagamos, siempre estamos en la actitud del que se va? (Octava Elegía)
Será tarea de ustedes, los lectores, elaborar los sentidos que puedan encontrar; buceando hasta lo más profundo, abriendo el pensamiento a lo extraño, intimando con los versos que pretenden nombrar lo más huidizo de la realidad, meditando las preguntas que sugiere el poeta, desde el sitio que cada uno, y su modo, logre conquistar.
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