DE TRABAJOS Y ANTIHÉROES
“LA
CONJURA DE LOS NECIOS”
Por Julieta Nardone
Esta novela (Anagrama,
1990) fue publicada por primera vez muchos años después de ser escrita. Su autor,
el estadounidense John Kennedy Toole (1937-1969), para ese entonces ya se había
quitado la vida a causa de una profunda depresión que llegó a su límite ante la
continua negativa de los editores.
Hoy se suele
decir que el gran logro del autor es el protagonista del libro. Podríamos
agregar, además, que este mérito no se sostiene en ninguna posibilidad empática
o de identificación con el mismo. Sin embargo, con el progreso de las páginas,
de la repulsión inicial pasamos a profesarle cierto cariño. O algo parecido. Ignatius J.
Reilly es un intelectual haragán,
glotón, inadaptado social que, a sus 30 años, aún vive a costa de su madre, la
mayoría del tiempo tumbado en su habitación nauseabunda, llenando cuadernos con
su visión implacable del tiempo que le ha tocado vivir. Hasta que un buen día
se ve obligado a dejar esa especie de “claustro medieval” para encontrar un
empleo.
Por cierto, no es el típico hombre que sale en
busca de trabajo para “ganarse la vida”, y para ser más precisos, tampoco tiene
muchas intenciones de doblar el espinazo. Estrambótico y megalómano, sus
convicciones desbordan hasta su propia capacidad reflexiva (digámoslo claro, aunque
no es lo más importante del asunto: la mayoría de las veces no sabe lo que
hace).
Biológicamente no le afecta, como al común de la
gente, esa tripa dolorosa que se llama corazón. A él se le cierra o abre “la
válvula”, según se encuentre su sistema nervioso; y, además, su apetito está
siempre atento a las señales del ánimo. Mastica si está ansioso, si está relajado, si
está deprimido, si está exultante… Mastica y eructa, mastica y libera su
válvula. Hasta acá, parece tener un hermano en ésta, nuestra época. ¿Acaso
Homero Simpson no es igual de glotón y despreocupado por las normas que dictan
las buenas costumbres?
Eso no es todo. Podemos encontrarle otro pariente,
más alejado en el tiempo y en el espacio: siglo XVII, “en un lugar de la
Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…” Porque también Ignatius, como el caballero de la triste figura, Don Quijote, sale a medirse con el mundo una y otra
vez, sin ceder nunca frente al entorno hostil ni al desencanto interior que le
trae cada uno de las fracasos cosechados en esa búsqueda laboral que, vale
decir, a sus ojos es una búsqueda filosófica o una oportunidad histórica de
cambiar “el sistema”.
Cualquiera sea el trabajo de turno que desempeñe, Ignatius encontrará siempre la manera de convertir
la situación más plana en una guerra individual contra Freud y el sexo, la
burguesía y la clase media, los cerebros de academia y la corrupción educativa,
el consumismo y la falta de buen gusto, etc., etc.
Y más aún, aquí, fracaso más fracaso no suman
“perdedor”; al menos no sucede así en el espíritu del excéntrico treintañero.
Ya sea por sus “grandes” móviles en un mundo carente de teología y
geometría, ya sea por
el cúmulo de ideas fijas que lo presentan como un vigoroso e incansable cabeza
dura, después de cada derrota no cabe más que volver a empezar con el
entusiasmo tan engrosado como su propia silueta.
Nuestro protagonista está en otra
película, sin duda: "Sólo me
relaciono con mis iguales, pero como no tengo iguales no me relaciono con nadie".
Las situaciones que se crean alrededor
de la figura de Ignatius son increíblemente
grotescas y extraordinarias. Rompen lo ordinario y dejan pasmados a los
personajes –para nada comunes, tampoco-, con los que se encuentra en su
incansable peregrinaje.
Se sabe que el humor sana, y en efecto,
los invito a participar de esta farsa desopilante y crítica para matizar un
poco el estrés y los sinsabores que afrontamos diariamente en el mundo laboral;
sin dejar de lado la reflexión sobre nuestras propias neurosis, las coacciones
y límites ambientales y la posibilidad siempre latente de salvarnos amando o
simplemente teniendo contacto con seres tan ínfimos, aunque indispensables como
nosotros mismos. Y como nos alerta esta experiencia literaria: las fronteras de
nuestra visión de mundo son inagotables, tanto como las aventuras que nos
esperan a la vuelta de cada esquina.
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