Amor y violencia



Por Carina Sicardi / Psicóloga

Detrás de muchos aparentes buenos gestos, puede esconderse una intencionalidad macabra, sólo detectada en principio, por aquellos que tienen encendida su señal de alerta.
Siempre estamos tentados a poner la esperanza en los comienzos de algo, situaciones nuevas, primeros pasos, amaneceres.
Será por eso que la noche despierta fantasmas desconocidos e inabarcables, y cada día tiñe de color los grises de la bruma nocturna, tan tenebrosa e inquietante como tentadora.
Así, andamos por la vida en la búsqueda de aquello que nos complete, que nos reencuentre con lo inalcanzable, sólo equiparable a la placidez de la vida en el vientre materno.
“Por las noches la soledad desespera”; sí, la noche que tanto esperamos como parámetro para terminar el día, sinónimo de descanso y paz, es también la que, quien sabe por qué transmisiones culturales, nos envuelve en un halo de misterio casi casi asimilable a la tan implacable y fea, pesada hasta por la palabra misma: muerte.
Como en cada decisión, la pulsión de vida, la pulsión de muerte, van luchando para lograr llegar al primer puesto: siempre gana la pulsión de vida, aún en el suicidio.
En el medio, se entretejen historias forjadas de encuentros e ilusiones. En la búsqueda del par, en tanto seres sociales como somos los humanos. Pero aquellos que se encuentran, buscan ser reconocidos, aceptados y amados desde el mejor concepto del amor.
Ese amor de cuento infantil con el mejor de los finales: “Y vivieron felices para siempre”; o de novela de la tarde, en la que, pese a las lágrimas, los protagonistas salvan cualquier diferencia y terminan juntos llenos de corazones y sonrisas…
Las historias de consultorio no siempre son así, aunque duela pensarlo. Y el discurso se hace pesado. Las marcas son evidentes, a veces en el cuerpo más que en la palabra.
Y comienzan las preguntas sobre ese color violáceo que la manga de la camisa no logró tapar del todo, o es el inconsciente el que necesita empezar a mostrar lo que el discurso calla. La lucha se despliega en ese mismo instante, y miles de excusas aparecen: me caí en el baño; es que soy muy torpe, me choqué la punta de un mueble; etc…
Se pone en juego el dolor y la vergüenza, el miedo y la bronca, en un camino que angustia y justifica.
¿Cómo escucharse decir algo tan malo de la persona que amo y que me ama? Pero en un momento ese bloque defensivo, que parece impenetrable, empieza a resquebrajarse y tímidamente, casi pidiendo permiso, lo que era evidente para la mirada, se hace audible. La palabra aparece tratando de balbucear una oración que salga de lo escrito entre líneas: es que anoche me pegó…
Palabra habilitante que enseguida quiere ser tapada, por miedo. “Lo que pasa es que yo tampoco soy mansa; es que se deja llevar por lo que le dicen los amigos; a él le pegaban de chico; está nervioso; es celoso porque la pareja anterior lo engañaba; la culpa es mía, si yo sé qué lo saca…”
Estremecedor discurso que en general termina con la frase: “pero es bueno, después se arrepiente y me pide perdón llorando, no quiere pegarme…”
Se pega con el puño y con la palabra que hiere y desautoriza, se denigra con el insulto y con la mirada burlona o amenazante, se mata con la duda sobre la salud mental: estás loca, no es así…
Sí es así, la vida va para adelante, no se puede volver, es imposible borrar lo que fue… y lo que no fue…
Dice Alfredo Grande: “Ni el amor es siempre sagrado ni la violencia siempre es impía, hay amores que matan y violencias que permiten seguir viviendo…” Está en nosotros, descubrir y aceptar esas diferencias.

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