El fin no justifica los medios



“WHIPLASH: MÚSICA Y OBSESIÓN”

Por Lorena Bellesi
bellesi_lorena@hotmail.com

La gran mayoría de las escenas de “Whiplash” transcurren dentro del prestigioso Conservatorio de Música Shaffer de Nueva York, lugar de excelencia, célebre. Ser admitido significa ingresar al Olimpo terrenal habitado por los mejores concertistas de jazz, quienes circulan por los pasillos atentos a encontrar ESE sonido. Es allí donde el joven alumno de primer año, Andrew Neiman (una gran interpretación de Milles Teller), comprende claramente el hecho imperioso de no pasar desapercibido, de demostrar su talento como batero, conseguir que la fuerza de sus golpes dé vida a un ritmo inolvidable, único. Su meta es el éxito, la excelencia, pero estos propósitos no vienen solos, requieren un sacrificio feroz, una entrega furiosa a una práctica solitaria, de encierro y, sobre todo, de aislamiento; aislamiento que a los ojos del muchacho toma la forma de incomprensión. Su padre ve con horror, angustia, desesperación las continuas actitudes autodestructivas de su hijo, enceguecido detrás de su batería, tocando hasta quedar completamente empapado de sudor, con las manos ensangrentadas por una desmedida  exigencia que él mismo se inflige.
La exasperación creciente, incontrolable de Andrew, responde a la presión por tocar extraordinariamente frente al despótico  profesor Terence Fletcher, quien lo ha elegido para integrar su banda de estudio. Este personaje es el alma mater real de la historia contada por el director y guionista Damien Chazelle, quien sabiamente supo recrear un tenso duelo entre dos personalidades igualmente antipáticas en sus obsesivos objetivos, aunque sumamente talentosas. Los métodos de enseñanza de Fletcher desbordan ampliamente los tradicionales e incorporan sopapos e insultos racistas, ofensivos a mansalva, un mecanismo pedagógico polémico que oculta las mejores intenciones: hostigar, humillar al alumno para sacar lo mejor de él. La reputación de genio no necesita ser mencionada explícitamente, su presencia soberbia impone silencio, respeto, una fila de cabezas gachas. Formar parte de su grupo de elite, ser uno de los seleccionados personalmente por él,  irónicamente, es la aspiración de todos. Como ocurrió con algunos films anteriores, por ejemplo “El cisne negro”, nuevamente aquí se pone en evidencia que no abundan los lugares de reconocimiento en lo que respecta a las expresiones artísticas. Son pocos y muy codiciados, por lo tanto, puede pasar que dichos espacios, como ser un lugar en una banda, se encuentren rodeados de las más demenciales e inimaginables circunstancias. Andrew y Fletcher ponen en funcionamiento una conflictiva relación que oscila entre el amor (admiración) y el odio, entre las expectativas y los logros, rozando una previsible fatalidad al pasar de la comprensión cariñosa, contenedora, a la agresión física o verbal en un pestañeo.
El actor J. K. Simmons personifica al tiránico docente, su caracterización es tan soberbia que arrasa con cuanto premio se interpone en su camino. En la composición de los personajes, en ese contrapunto de determinaciones extremas, desafiantes, “Whiplash: Música y obsesión” va despuntando un intenso relato. El sonido retumbante de la batería, del libertino jazz, intensifica los incidentes de una historia cuya potencia remite a un enfrentamiento sin ostensibles perdedores o ganadores. Se trata de triunfar o hacer triunfar. Que empiece el juego, no hay reglas.



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