Por Carina Sicardi / Psicóloga
casicardi@hotmail.com
Cada final del día de mi infancia
estuvo rodeado de cuentos, momentos en que me envolvía un manto de palabras volviendo
más cálidas las gélidas noches invernales. A veces venían desde las voces de
mis padres; otras, sola me metía en esas historias que me dejaban pensando,
hasta que Morfeo llegaba y, cerrándome los ojos, abría ante mí el mundo de los
sueños.
En esos cuentos los protagonistas eran
en general, hermosas mujeres de vidas desdichadas e inigualables bondades, y
príncipes igualmente bellos en la búsqueda del amor, cuyos desencuentros en el
devenir de la vida se debían a las diferencias sociales y a la tremenda maldad
de la bruja, encarnada en la figura de la madrastra. Hasta esa ilusión
infantil, de vestidos largos y carruajes, de palacios y parejas girando al
ritmo del vals, de príncipes que todo lo podían resolver, estaba atravesada por
la maldad.
Aprendimos a andar sintiendo el
peligro inminente soplándonos la espalda, a desconfiar de todo y de todos
porque “yo no creo en las brujas pero que las hay, las hay”. Nos fuimos
formando con la creencia de un Dios bueno pero que “todo lo ve”, y un diablo
que nos espera gustoso para infligirnos los peores tormentos jamás imaginados.
Será por eso que nos llama la atención
la bondad de la gente. Aquello que debería tomarse como gestos naturales de la
esencia humana, de tratar de hacerle la vida un poquito mejor a quienes nos
vamos cruzando en el camino, son noticia en el diario; es que tanto nos hemos
acostumbrado al maltrato que casi es esperado, y así tomamos permanente actitud
de defensa y ataque, como si cada encuentro fuera una lucha.
También es verdad que pareciera que
los diarios venden más si sus tapas están abarrotadas de historias en donde lo
aprendido en la infancia, toma un tinte real. La bruja malvada, capaz de llevar
casi a la muerte a las dulces princesas, aparece bajo la figura de presuntos
ladrones, homicidas, genocidas, violadores… La palabra se vuelve acto. El miedo
que nos hacía esconder bajo las sábanas, nos cubre como una amenaza; e
infinidad de debates televisivos, radiales y callejeros se abren
transformándonos en eruditos conocedores del accionar humano. Hasta nos
animamos a abrir juicios de valores según lo que hayamos entendido del discurso
de alguien que cita su propia interpretación, de otro que algo escribió alguna
vez… Entonces, se hacen propias palabras que no sabemos bien qué significan,
pero nos suenan a algo malo: psicópata, por ejemplo.
La psicopatía no es una patología que
se adquiere, en el sentido de un trastorno que aparece en una etapa del
desarrollo de la persona, sino que es algo que está desde la constitución, es
una manera distinta de ser en el mundo. Tiene como característica principal el
desprecio y violación del derecho de los demás. Desprecian los deseos, derechos
y sentimientos ajenos, muestran pocos remordimientos, carecen de empatía, son
insensibles. Por otro lado, pueden y suelen poseer cierto encanto antisocial.
La psicopatía supone un claro e importante factor de riesgo para la
reincidencia en general y para la violencia en particular. Su falta de
sentimiento de culpa se traduce en todo tipo de justificaciones para sus actos,
de modo que el psicópata se muestra a sí mismo como incomprendido y víctima de
la sociedad, guiándose siempre por sus propias reglas y no admitiendo nunca el
menor remordimiento o vergüenza por sus actos.
Esa, quizás, sea la diferencia entre
las hadas y madrastras malvadas de nuestros cuentos: ellas dejaban la
posibilidad de que aparezca el príncipe a salvar a la víctima de sus actos; el
psicópata no admite esa posibilidad, no amenaza, actúa. Un periodista dijo: “los
psicólogos lo llaman psicópatas, yo prefiero simplemente pensar que es un h de
p”. Usted decide…
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