JUAN
LAURENTINO ORTIZ
Por
Julieta Nardone
Quizás,
sobren en el ámbito cultural sabiondos y
suicidas; pero lo que es casi seguro: no abundan los artistas que poseen la
grandeza de armonizar en vida y obra las fuerzas espirituales de la libertad y
la humildad. Fuera del barullo de la fama y los centros artísticos de las
grandes urbes, Juanele (1896-1978), poeta y sabio entrerriano, pasó prácticamente
toda su vida en una humilde casa a orillas del Paraná: “No estás tú también /un
poco sucio de letras y un poco
sucio de ciudad?”, cuestiona en uno de sus poemas. Le gustaba decir -citando a
Machado- que había elegido pasar la
prueba de la soledad en el paisaje: meditar humilde y entregado a la piedad
y amor por el mundo; lejos de reflexionar con pensamiento colonizador, y prescindiendo
de los circuitos habituales. Buscaba, tal vez, validarse con más profundidad al
contar casi únicamente con el contrapeso de las cosas que no responden: “…hay que perder a veces ‘las letras’ / para
reencontrarlas sobre el vértigo, más puras / en las relaciones de los
orígenes…” Sólo así, en esa apuesta, podría lograr acaso incorporarlo todo,
consustanciarse con el todo: “Señor / esta mañana tengo / los párpados frescos
como hojas, / las pupilas tan limpias como de agua, / un cristal en la voz como
de pájaro, / la piel toda mojada de rocío, / y en las venas / en vez de sangre,
/ una dulce corriente vegetal”.
El
conjunto de sus versos (reunidos en “En el aura del sauce”, y publicados por
primera vez en 1970) se enhebra levemente con el agua, la brisa, los montes,
los grillos, los pájaros, la gramilla… En este sentido, se puede pensar que el
paisaje litoraleño no manifiesta un papel decorativo. Cada elemento, cada mínima
criatura, guarda en sí la energía del cosmos como enigma, como misterio que
fluye y ondula suave a la vera de la intemperie, del abismo: “Estamos bien… Pero
tiemblo, mi amiga, de la lluvia / que trae más agudamente aún la noche / para
las preguntas que se han tendido como ramas / a lo largo de la pesadilla de la
luz…”
Por otro
lado, también se manifiesta como constante a lo largo de sus poemarios, la
comunión de goce y dolor puros, propios de la sencillez, de ese tipo de naturalidad
que se logra conquistar después de un largo camino íntimo, con plena conciencia
estética y ética. Con fe en que “la vida grita, hermanos, en lo profundo del
mundo y de nosotros mismos”.
Leerlo es
dejarse envolver por la dulce cadencia en que su palabra evoca el silencio y circula
como el aire; y aún más, reverbera como la luz en la hierba, murmura como
correntada de río. Súper sensitivo y pleno de ternura, Juanele escribió (y
vivió) aferrado a la infinita donación de que “todas las cosas decían algo,
querían decir algo. Había / que tener el oído atento u otro oído fino, muy
fino, que / debía aparecer”.
Para
terminar, sería justo decir que este paisano cósmico no fue, sin embargo, ajeno
al tumulto de las ideas políticas y sociales de su generación. Un estado característico
de alerta -de sueño en la vigilia y vigilia en el sueño- lo llevaba a estar a
la orden del día con los acontecimientos históricos de la época, a reclamar el derecho
futuro a la belleza de la justicia colectiva porque en el presente “aquel
hombre vago sólo siente / que la inseguridad terrible de su vida / se une a la
tierra negra, / que en su casa deshecha no le espera la lámpara / rodeada de
risas, / sino un montón oscuro de infantiles figuras cotidianas, y la
desesperada, femenina, pregunta cotidiana”.
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