LO QUE EL DOLOR DICE EN EL CUERPO
Por Carina Sicardi / Psicóloga / casicardi@hotmail.com
Cuando
pienso mi práctica profesional, no lo hago desde la soledad de un consultorio.
Por un lado, nunca tuve consultorio particular, sino que fui parte de
instituciones de salud en las que traté de trabajar en equipo con el resto de
los profesionales que la conformaban. Por otro, la novela familiar del paciente
nos atraviesa con otros personajes de su historia que, en tanto fantasmas,
traspasan los muros y aparecen, ayudándonos a escribirla.
Así
conozco a María Rosa, como derivación del traumatólogo, quien comienza a presentarla
diciéndome: “viene todas las semanas con
un dolor nuevo”.
María
Rosa tenía en el momento de la primera entrevista, 57 años. Docente de
tecnología a la que le faltaban algunos años para jubilarse, ya que había
comenzado a ejercer “ya grande”, según ella.
Casada
desde hacía 38 años con su novio “de toda
la vida”, con quien había tenido tres hijos varones. Vivían sus dos padres
aun, a los que ella visitaba todos los días, a veces por placer, para compartir
momentos con ellos; muchas otras porque “era su deber”, para eso la habían
educado, para hacer lo que corresponde.
Su
padre, había sido, según su discurso, un conocido sindicalista, y para ella, un
grande. Contaba con ochenta años.
“Yo vine porque me mandó el Doctor”, me dijo cuando llegó por primera vez
a consulta. Su mirada desconfiada, repasaba como sin prestar atención, cada
detalle del lugar. Tenía una venda elástica que le cubría la mano derecha. Hago
esta salvedad de la forma en la que se presentó, pensando en el lugar del deseo
en la terapia.
“A mí me duele todo, me encanta ir a
trabajar, pero mis compañeras me rechazan porque seguro creen que soy vieja. Yo
no soy como ellas que son jóvenes y tienen plata, soy humilde”.
Amaba
a sus hijos. El mayor estaba casado, con dos hijos a los que ella cuidaba
cuando su nuera trabajaba. Con él tenía una relación “normal, pero podría venir un poco más y no sólo cuando me necesita”.
El
del medio vivía en Rosario, separado, comenzando una nueva relación. “Eso no corresponde, mi nuera era buenísima,
y sigo teniendo contacto con ella, la llamo todas las semanas”. Con él
había discutido porque ella no aceptaba esta situación.
El
menor, también ponía distancia, había buen trato pero eran María Rosa y su
marido quienes lo visitaban, rara vez era a la inversa.
Y
ella se quedaba esperando. Siempre. A esos hijos que no venían a su casa como a
ella le gustaría. Que no tenían la vida que ella había trazado y soñado para
ellos. ¿Por qué? ¿En qué había fallado ella en la educación que les dio, si con
el ejemplo les demostraba a diario que el deber y el respeto por los padres era
prioridad?
Esos
hijos huían de una madre que demandaba desde su lugar de hija. Poniendo
distancia desde el silencio y desde la falta de escucha. Como las maestras de
su escuela, que tampoco querían escuchar sus quejas diarias de que todo le
dolía.
Le
dolía el cuerpo no sexuado, porque la madre le decía: “si hacés eso con tu marido, todos se darán cuenta porque te queda olor
a hombre”.
Le
dolía la muerte de su padre a los 83 años “porque
podría haber tenido 10 años más para vivir”. Decidiendo conscientemente
engordar hasta que la ropa de su padre le quedase bien, para parecerse a él y
que no desapareciera. Literalmente usaba su ropa…
Le
dolían los cambios, que no aceptaba porque “las
cosas son como deben ser”.
Le
dolía vivir.
“Nadie me cree que me duele todo”.
Sí,
María Rosa, como no creerte, si está tan claro que el cuerpo hablaba por lo que
aun no podías poner en palabras. Es verdad, te duele todo, o casi…
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