GRAMÁTICA DE LA
ALEGRÍA
ARNALDO
CALVEYRA
Por Julieta Nardone
Arnaldo
Calveyra (1929-2015) fue un entrerriano que escarbó y escarbó en el castellano;
y aunque la mayoría de sus libros asomaron primero en francés, su poética se
nutre de la lengua que aprendió en su pueblo, Mansilla, donde pasó los primeros
años de vida. Aquel horizonte de alegría era su modo de pensar el mundo. Una
alegría nada ingenua, una felicidad como tesoro, final de un largo andar en la
esperanza de encontrarla: “Quiero vivir
allí donde vivas, lanzarme al vacío, seguir contigo, como un avión que tuviera
tus alas”.
La
“Poesía Reunida” (Adriana Hidalgo, 2008), desafiante de los límites de los
géneros literarios, tiene un fondo de gozo continuo que desata una imperiosa liviandad,
un pasar sin lastre, donde el esfuerzo se saborea por estar a gusto,
naturalmente, tal como el sol en las flores, el rocío en la gramilla. Consustanciados,
al igual que la madera en el palito,
si se nos permite injertar un verso de Gelman.
Cabe
decir entonces, que el resplandor de la poética de Calveyra proviene de una
conexión que vive entre dos lugares (Francia-Argentina); a partir de ese
aquí-allá emerge una cuarta dimensión a la que el poeta se entrega, se deja tomar
con sólo abrir su ventana parisina y “ver” el campo entrerriano. Al igual que
ese horizonte, la escritura saca al
sujeto más allá de sí mismo, lo arrima hacia ese instante “en que la persona
cesa como persona para volverse presa de lo abierto”. Separado de la
actualidad, en el afuera del tiempo físico, desplazándose en las
intersecciones, logra observar la experiencia como fenómeno que acontece, que
se transforma. Probablemente por esta misma razón, se haya dicho del escritor
que tomaba el mundo como biografía; relato que hace audible la conversación entre las plantas, entre los
astros, entre los hombres, entre los niños: “Ya sé, tienes que creerlo, yo muero todavía, ya me animo al amor con
los ojos abiertos, yo lindo todavía, alambrada mía, río de sonda que me paras
en dos patas de conseja camino hacia tus bocas, dame de esas lámparas que
pasan, de esas estelas que se apagan al hallarse, llévame para siempre conmigo
fuera mío, no me dejes que yo entre más en tantas casas sin hallarte…”
La
forma de laconismo y la melodía ligera, liviana y hasta pura, que manifiestan
sus versos, componen una mirada plena de buen humor, sutil e innegablemente cierta.
Sensaciones etéreas y movedizas dan abrigo a la posibilidad de entrar a un
misterio más hondo, un misterio sin intriga: “si pudiera salirme de mi nombre, entrarme en el trébol con su oferta
de imanes…”
Cada
palabra, dotada de su temperatura justa, parece nombrar por primera vez. Un
delicado pulso marcado por frases breves y que asume el silencio como índice necesario.
Alerta a cuanto lo rodea y fiel al “cuchicheo” de su intimidad, se libera de
los peligros del adjetivo y las apoyaturas lógicas del lenguaje, tal vez, como
observó Mastronardi, para no falsearse,
para que no enturbie la nativa inocencia de su palabra. Parece, en
definitiva, un llamado a buscar más claridad, quizás, movilizado por la voluntad
de llegar a lo que es el mundo, que tampoco
es tan grande, que es mucho más chico de lo que uno cree cuando lo enfrenta
(según opinaba el propio escritor): “Ignorante
del porqué de la tarde, del porqué estar sentado, por qué el impulso que lo
lleva a absorberse, a mostrarse ante las hojas, a deambular, a desaparecer
casi…”
La
retórica de la obra de Calveyra evoca en forma de destellos el habla rural de
la gente de aquellos paisajes de infancia. Una poesía que nos envuelve en una
atmósfera familiar aunque también peculiar, y nos hace desplazarnos de nuestro
aquí y ahora para experimentar una suerte de comunión general: “…abriendo maizales con el canto al canto.
Los perros lo toreaban a Dios de tan visible”.
LITERATURA INFANTIL
En un ensayo titulado “Caminos personales del humor”, Luis
Pescetti (escritor, músico y humorista argentino) indaga: “Pero, ¿qué más me ha dejado el humor? Me ha permitido seducir, reparar un error,
defenderme, atacar, hacer amigos y enfrentar enemigos. Flotar; algunas veces
volar, pero por lo menos flotar. No hundirme, y hundir. Relatar el dolor sin
que duela. Hacer catarsis; pero también hacer un carnaval”.
Desde esa tónica festiva, la novela “Te amo, lectura
(Natacha)”, invita a chicos y grandes. La trama comienza con una tarea que
solicita la maestra para la siempre dudosa “promoción” de la lectura. La
actividad termina en una batalla entre dos equipos (las chicas y los varones),
en la que cada una de estas filas defenderá el libro propuesto: El Principito
versus Tom Sawyer. Los chicos, se inspiran y envalentonan con las aventuras de
Tom para salir a medirse con el mundo. Las chicas, por su parte, imaginan
situaciones donde se involucran entre conjeturas y suspiros en las propias
experiencias del tierno y
En ambos casos, el malentendido, pero sobre todo el
asombro, es lo que los congrega alrededor del libro.
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