Por Carina Sicardi / Psicóloga / casicardi@hotmail.com
Gabriela
se levantó ágil de la silla. Alegre, comenzó la entrevista inicial con un
chiste: ¿en esta clínica no hay asientos para elefantes?
Tenía
30 años en ese momento y había conformado una familia con Gustavo, su esposo,
cuando aun eran adolescentes. De esa unión nació Pedro.
Su
motivo de consulta: ¿cómo hago para adelgazar y que la remera roja del uniforme
de la escuela no me quede como a Piñón Fijo?... Así se refería a su persona,
siempre utilizando el chiste como una forma de transformar la angustia que la
atrapaba en ese cuerpo de “gordita crónica”.
Gustavo
y Gabriela eran hijos únicos. Ella de un matrimonio conformado por el clásico
hombre de campo acaudalado y madre ama de casa sumisa, casi una novela
venezolana de la tarde. Ese padre autoritario, que era por lo que tenía,
falleció cuando ya lo había perdido todo: al campo, a las relaciones sociales
formadas desde el dinero, a su familia (aunque seguían viviendo juntos), pero
nunca a su soberbia.
Él,
hijo de plomero y ama de casa.
Ese matrimonio
que Gabriela y Gustavo formaron desde jóvenes, contó con una sucesión de
desafíos a aceptar e intentar ganar día a día. Así, poco a poco construyeron su
casita, agregando ladrillo a ladrillo cuando se podía. Gabriela estudió
magisterio y trabaja como docente en una escuela a la que "le entrega su
vida”. Los problemas de salud física no tardaron en aparecer: migrañas,
hemorragias cada vez que menstruaba, endometriosis y dolor en ambas rodillas. La
imposibilidad de ser nuevamente padres biológicos, los llevó a recorrer el
camino de la adopción directa, y así llegó Martín a sus vidas, desde Formosa,
tan querido, tan deseado, tan esperado, con tanto miedo a perderlo… Gabriela
sólo se calmaba con la dulce mirada de ese niño que observaba en silencio todo
lo que sucedía a su alrededor. Se dedicaron a cuidarlo, a prodigarle cariño y
tratamientos que le permitieran transitar la vida escolar con más facilidad, y
los controles de especialidades médicas ante cada síntoma que aparecía,
producto de un embarazo donde los cuidados no existían.
Pero
Gabriela, sabía que algo no estaba bien. Cada consulta con sus médicos empezaba
y terminaba con la frase que más le dolía: tenés que adelgazar. Ella siempre
recordaba una imagen de su infancia: su abuela paterna, que vivió con su
familia de origen hasta el día de su muerte, la cambiaba, perfumaba y peinaba a
diario, y la sentaba con sus medias blancas inmaculadas, en un sillón. Esa
pepona de cachetes rellenos que invitaban a pellizcarlos, nunca se bajaría a
caminar sin los zapatos, jamás tomaría ese riesgo de andar por la vida sin
permiso…
A esa
imagen de su recuerdo, es a la que quería regresar, a esa a la que la vida no
la había golpeado aun, o al menos, no era consciente de ello.
Muchas
veces planteaba que tuvo que salir a empujones de su rol de pepona, porque su
marido no era tan fuerte como ella, sino que casi era un hijo más a cuidar.
Los
años transcurrían y la muerte se iba llevando consigo a sus seres queridos: su
mamá, su abuela. Sólo quedaban sus suegros.
Hasta
que llegó un día que marcaría un antes y un después. Abruptamente se corrió el
telón y ese padre plomero y escritor apareció sin disfraz, no sólo para Gustavo
sino para toda la sociedad: fue autor de un delito atroz, abuso de menores. Condenado
y encarcelado; lejano al camino de lealtad, trabajo y familia que habían
construido; todo parecía derrumbarse.
Tanto
dolor se llevó en pocos meses a su suegra. Martín sigue mirando en silencio.
Pedro tambalea y se para como puede. Gustavo estuvo al borde de la muerte. Y
Gabriela sigue deseando volver a ser esa pepona de cachetes rellenos y medias
inmaculadas, que sonreía feliz e
inocente, en una foto sepia de tiempos idos…
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