Por Sebastián Muape / sebasmuape@gmail.com
Mientras
se divierte con su hija a upa, en el juego de acomodar piezas geométricas que
llueven de un cielo multicolor, a Hermes se le estaquean los párpados cuando
justamente ese cielo polícromo, se interrumpe por un mensaje de texto dirigido
a la dueña del celular, que no es otra que Tere, su esposa desde hace una
década. “Felices 3 años”. Parar de pecho un rayo, un catéter uretral oxidado o
un proctólogo con elefantiasis localizada en los dedos, hubiesen sido una
boludez comparado con la sensación que atravesó a este tipo. Cómo habrá sido de
elocuente su corporalidad, al acercarse a su mujer, celular en mano, que ésta
pasó por descargas similares. “Vamos”, le dijo sepulcral. Chau fiesta de la
sobrinita, chau canapés, piononos con y sin morrón, y piñata. “Me mata”, pensó
ella segundos después de subir al auto, por eso no pasó a la nena al asiento
trasero. “Me mata”, volvió a creer luego de dejar a la criatura con su hermano
mayor y frenar minutos más tarde en la vereda de la plaza. Y otra vez: “me
mata”, al iniciar la interminable y fatídica cadena de oración, esa con prólogo
y epílogo obvios, claro está: “mi vida, ese mensaje no es para mí, te lo juro
por los chicos”, que evidentemente le caen fantástico a algún dios.
Hermes
es celoso, pero de esos celos livianos, llevaderos; celos que son adornos para
el matrimonio. Tere los disfrutaba, porque además tenían correlato en la cama y
él también jugaba ese rol con final de sábana húmeda. Pero ahora, los adornos
ya pesan toneladas. La inseguridad de él, amplificada por una desconfianza
colosal, lo transformó en un controlador envidiado por cualquier detective.
Cien contactos por día, entre mensajes de texto y llamadas. Ella medio tiempo
en salita amarilla, él jornada maratón en la oficina. Un tiempo a destiempo con
horas a favor del pecado. En las llamadas, él necesita escuchar ruidos familiares;
la ventana de la pieza que al abrirla suena en un fa sostenido y conocido, la
alarma del radio reloj, la puerta del galpón y hasta una tierna campanita de
cobre que compró especialmente con fines detectivescos. Una joda la vida.
Ella
es una de cuarenta y pico que cualquier tipo o pibe quisiera toquetear; no le
sobran curvas, pero las que lleva, son finamente explotadas, además de una
actitud que fluye natural y prostibularia. Mira fijo y profundo cuando habla,
dicción felina, boca que invita a mirar y correctos escotes. Así, en uno de
esos viajes a la tierra natal, Tere se cruzó con su desvirgador a quien no veía
en veinte años, al cual evidentemente lleva en gran estima, en flamígeros
recuerdos y en nuevas y revitalizadas sensaciones. Oh casualidad, los tres
viven ahora en la misma cuidad, a media hora de auto del bulo del tercero.
“Felices 3 años”, saludo y final; aunque todo final sabe de pausas. Negó
durante dos años, juró y hasta lloró. Hermes abraza en el fondo de su psiquis,
la duda atroz devastadora de hombría. Se les enfrió la cama. Tere dejó el
trabajo, se enfermó y para no salir, empezó a recibir una o dos veces por
semana al farmacéutico en casita, a la hora de la siesta, con los chicos en
gimnasia y papá en la empresa. La cama gélida y la entrepierna reclamante. Dos
años de pausa con amante coterráneo, pero con boticario puntual, como para
sumar a lo que la trampa tiene de feliz. Vaya castigo al que fue sometida;
antes se escondía, ahora alcanza con suavizante para sábanas. Torturado por la
duda, Hermes se llevó a la familia lejos. Tentado por azares de sabihondos y
negociantes puntuales, que puntualmente desaparecieron. Gastaron hasta la
última rupia ahorrada y más. Hermes volvió a su casa, solo. Ve a su familia quincena
de por medio, con suerte. Ella retomó su profesión y sus tiempos. Él, vencido
por el dolor que le robó las noches, humillado en fueros secretos de calidad
genital, espera vivir libre una década más y ya, cercano
a los setenta, ajustar cuentas como corresponde.
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