Contratapa


Luis Sandrini en Playa Serena

Por Enrique Medina

La palabra PERÓN estaba prohibida. Playa Serena era el Sahara y a los padres de unos compañeros de la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano se les había ocurrido alquilar una “Boîte-Restorán” para ver si ganaban unos pesos. Allá fuimos, a la aventura. El lugar era un desierto corroborado por cuatro o cinco casas de veraneo equidistantemente aisladas. Curioso en la primera mirada, el edificio tenía dos plantas: comidas abajo y franeleo arriba por parte de furtivas parejas que venían en auto desde Mardel; luego nos enteramos de que era una obra de calidad que figuraba en libros de arquitectura. Tuvimos que trabajar con enormes ganas y mucha seriedad para convertir aquel fardo en un lugar medianamente suntuoso. Cargados de júbilo nos zambullíamos con exaltación y sin desdoro en aquel verde mar tan eminente e indestructible. El restorán trabajaba con los autos de la ruta. Sólo faltaba una gasolinera para que aquello pareciera el decorado tan común en las películas norteamericanas. Cuando el mar dejó de ser una portentosa alegría, nos aburríamos como hongos hundidos en la nieve. Sólo éramos nosotros, el guardavida y un pedorro puestito de panchos y gaseosas que languidecía como nuestra “Boîte-Restorán”, debido a que todavía no habíamos entrado en temporada. Inesperadamente apareció un auto que estacionó descendiendo por el talud hacia la playa. Era un matrimonio con dos chicas. Plantaron sombrilla y disfrutaron la tarde. Al otro día, coincidimos, y, como éramos los únicos pateando arena, nos consideramos en la obligación de ir a saludar. ¡Qué sorpresa!, eran Malvina Pastorino y Luis Sandrini, con sus hijas. Para mí fue una novedad verlo pelado, porque en todas sus actuaciones y en las revistas siempre tenía pelo. Aquello dejó de ser el Sahara y comenzó a tomar color. Vinieron a comer al semivacío restorán y durante esos días podría decirse que casi fuimos del mismo barrio. Nunca los cargoseamos y sólo nos comunicábamos cuando ellos nos buscaban. No siempre venían a comer, pero cuando lo hacían se quedaban horas y hasta tomábamos mate mientras charlábamos. Le preguntábamos fundamentalmente sobre su trabajo de actor, especialmente de “Cuando los duendes cazan perdices”, que hasta ese momento era la obra teatral con mayor permanencia en cartelera durante años; yo elogié “La Casa Grande”, una película que me había gustado mucho y en la que él estaba estupendo, y terminamos en Hollywood. Contó que cuando James Mason, el actor inglés que estaba en su mejor momento, lo invitó a comer a su casa, él fue con la idea de hablar de cine y arte en general y resultó que Mason le explicaba muy solemnemente que debía guardar con mucho cuidado los recibos de los gastos porque luego le servían para descontarlos en los impuestos que debía pagar y que eran muy gravosos. También habló de la amistad con Cantinflas, que estaban por filmar juntos, y montones de anécdotas. Describió el taller que tenía en los fondos de su casa, donde lo pasaba rebién porque él, Sandrini, necesitaba trabajar con las manos, sentir que podía hacer cosas como arreglar una silla o tornear un madero, y que eso lo hacía sentirse útil. En aquel momento me resultó extraño escucharle decir eso, hoy lo entiendo. Casi un mes después, al despedirse, él nos agradeció la amistad brindada y, sin decirlo, claro, que nunca lo hubiéramos escorchado y lo dejáramos disfrutar junto a los suyos de la solitaria y hermosa playa. De aquel recuerdo me queda una foto borroneada tomada con una camarita de cajón; yo lo abrazo muy confianzudo e irrespetuoso; él sostiene una sillita de playa en la que llevaba, a instancias de las hijas, unos bichitos que bien no se sabía si aún eran pececitos o ya habían llegado a ser pescaditos; la tela de la sillita era fuerte y permitía que el agua de mar no se volcara y los bichitos aún colearan a duras penas. Muchos años después, y gracias a que me había ido bien en el emprendimiento literario, tuve el honor, junto a otros, de participar de un programa televisivo conducido por La Chona, y tener la suerte de sentarme a su lado como lo había hecho en la Boîte-Restorán de Playa Serena. Estaba tan emocionado y mudo que La Chona tuvo que decirme que hablara algo. Yo sólo pensaba que mi madre estaba viendo el programa llorando a cataratas. No sé por qué, quizás porque creí que podría incomodarlo, no le dije que ya lo había conocido. Cuando enfermó gravemente, Cantinflas, con ese mismo humor que usaban al cartearse, le envió un telegrama en el que le decía: “Te ordeno que te repongas de inmediato”. Pero Sandrini, quizás queriéndole responder con una broma de humor negro, le llevó la contraria. Y ahora, dando la casualidad de que se cumplió un nuevo aniversario de su nacimiento (22 de febrero de 1905), estoy escribiendo sobre él sin saber por qué. Quizás porque no sólo fue un gran señor, en la escena y en la vida, y representó un valioso y acabado modelo del argentino medio, sino, además, porque junto con él se fue una época en la que repicaban campanas y se crecía con dicha y convicción y codicia desmesurados en este imperceptible deslizamiento, en este corto viaje, espléndido, patrañero y fatal, que nos lleva, sin otra escapatoria, al fin de la noche.


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