La vida continúa



Por Carina Sicardi / Psicóloga
casicardi@hotmail.com

Las luces de la navidad parecen querer iluminar la vida de las personas, y aunque en muchos casos se escucha que las Fiestas han dejado de ser agradables, la presencia de algún niño en la familia despierta aquel sentimiento que parece perdido, y el espíritu navideño renace.
A veces casi con vergüenza, alguno que ha renegado de esta situación, se justifica: “Es por los chicos, ¿viste?”, mientras compra apurado los regalos que prometió no hacer.
Cuando los escucho, pienso que quizás sea así, es por los niños de la familia, pero también por los niños que fuimos. Aquellos que soñábamos con que todo era posible; quienes esperábamos al niño Dios, no a Papá Noel; y que a las doce de la noche nos íbamos a dormir, porque los regalos se abrían a la mañana siguiente; y a quienes no nos importaba qué nos regalaba, sino que un juguete nuevo se convertía en el tesoro más preciado porque era el resultado del esfuerzo de portarse bien todo un año, o al menos,  el esfuerzo de que no se note…
Y así, las mesas se alargan. Los familiares que durante el año habían enfrentado no pocos conflictos, esa noche deciden juntarse alrededor de la mesa, aunque se sienten en la otra punta. Los árboles, vacíos hasta minutos antes de las doce, se llenan de regalos, y todos, como niños, esperan encontrar un paquete con su nombre.
Imposible no recordar allí el famoso cuento de Landriscina, hay tanto exceso de comida que llega la hora de brindar y aún no se sirvió el postre. Allí hacen su aparición dulces que sólo parecieran tener entidad para engalanar la mesa de fin de año: turrones, confites, garrapiñadas y demás, que de no ser consumidos ahí, dormirán en la puerta de la heladera hasta el próximo año.
No sé si se sabe para qué nos reunimos en Noche Buena. Si podemos pensar en que ese día se conmemora el nacimiento de Jesús, más allá de toda creencia; o si comienzan a pesar las sillas vacías y las mesas cada vez más chicas; o si respondemos a una costumbre y así tiene que ser. Pero pensar a alguien sólo en Navidad conmueve el alma y deja al descubierto que no somos tan buenos como creemos, y nos sentimos espiados, como al descubierto, al igual que los niños, por alguien que nos mira y mueve la cabeza en señal de desaprobación.
Quizás seamos nosotros mismos, en esto de autoevaluarnos, los que miremos en nuestro interior en busca de una justificación que nos vuelva buenos. Es que, no mediando una patología específica, todos, de una u otra manera, queremos ser buenos; y si no lo somos, encontraremos la forma de teorizar y explicar el porqué no lo hemos sido. La culpa siempre será del otro. Ese otro que nos desvió del camino del bien.
El balance se hace inevitable, hasta Facebook decidió hacerlo por nosotros. Las frases de siempre se escuchan como formando parte de una pieza coral: “Que se termine este año, por favor”, u “Ojalá que el próximo sea como el que se va”. Ingenuamente nos aferramos a la idea de pensar el cambio de almanaque como un viraje en nuestras vidas, como si mágicamente el primero de enero podría tomarnos de la mano y guiarnos para elegir las mejores opciones que este nuevo año nos proporcione. Casi le damos al tiempo una entidad, lo corporizamos y le endilgamos la responsabilidad de nuestra felicidad futura.
Es verano, ya nadie quiere pensar en otra cosa que no sea descansar y tratar de divertirse, cada uno a su manera. La época de balance terminó. Para empezar a construir es muy tempano aún. La resaca de diciembre ha dejado sus secuelas. Todo parece más lento. Como me pasa a mí, que sin poder pensar más, sólo se me ocurre terminar con la famosa canción de Pimpinela: “Quiero brindar por mi gente sencilla, por el amor, brindo por la familia”.


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