Bar literario



Por Enrique Medina

Haciendo vibrar su labios al son de: Y entré a quererte por esa ley del destino, sin darme cuenta que estaba ya viejo para querer…” el escriba entra al bar impulsado por el deseo de verificar consecuencias que le son intransferibles y necesarias como el beso.
Es Ricardo Palma, tomando del brazo a Alfonsina Storni, quien termina de abrirle la puerta recordándole que …los que mueren con honra son los vivos, los que viven sin honra son los muertos. El fuerte murmullo a cigarrillo transforma el humo en ámbito ideal. Incansables en la charla, los distinguidos del escriba están perennes e impetuosos aprovechando el recreo que Dios les ha dado. Como antaño, promueven valores y goces que aún hoy continúan esparciendo en redondo y largo ancho.
El mozo, quizá porque todo está lleno y él solito no da abasto, hace como que no lo ve. Pero el escriba busca por la suya y halla una mesita de la que retira trapos y bandejas, y se acomoda, saludando a lo lejos a Juan Laurentino Ortiz, Ortega y Gasset, Girri, Darío, Silvina Bullrich, Baudelaire y Abelardo Arias, apretados en aquella mesa del rincón. Con suerte ha caído cerca de Henry Miller que, a pesar de que Brenda Venus lo sujeta en un abrazo envidiable y le desparrama su larga, lujuriosa y besable cabellera negra en la calva, no deja de hablarle con entusiasmo a Knut Hamsun que, tímidamente, lo interrumpe para rogarle que intermedie con los editores que publican “Pan” y “Hambre” en USA, ya que no le mandan un mango ni para festejar la Navidad de la cucaracha tuerta. Papini lo palmea festejando el pésimo chiste. Dostoievski, que ha escuchado el lastimoso percance, se solidariza aconsejándole ir al jefe de policía, recurso que a él lo salvó de que no lo tragaran. Al costado, Oscar Wilde le asegura a Quevedo, Almafuerte, Goethe, Victoria Ocampo y Lugones, que después de Dostoievski sólo nos quedan los adjetivos. Casi pegados a la pared azul se destornillan a risotadas Tolstoi, Denevi, Zane Grey, Víctor Hugo, Marta Lynch, Cervantes, Di Benedetto y Poe. En una mesa grande y sin equilibrio, sujetada por las indisimulables panzas de Stendhal, Catulo, Honoré de Balzac, Whitman, Gustave Flaubert, Mickey Spillane, Lampedusa y Mailer, Roberto Arlt reparte las cartas para enseñarles a jugar al Siete y Medio.
Inesperadamente, una dama cimbreante que el escriba bien conoce, rozando mesas con las caderas embobando a más de uno, llega hasta Arlt y le pide fuego. Impávido, él saca un fósforo de la cajita y prende el cigarrillo de ella que, sabiéndose impar, acepta una silla como si fuera trono y con leve sonrisa agradece la admiración de los presentes. Hace anillos de humo en la cara de Arlt y le reza: Es usted un caballero. Estupefacto, Arlt le balbucea, por si ella no se ha dado cuenta, que el señor que ha dejado en aquella mesa le ha echado una mirada algo extraña, casi furibunda. La dama, con voz de teleteatro y sabiendo que el escriba la está campaneando, sin mirar al inerme responde: Como tantos, es un perdedor solitario, se llama Céline y sólo le gustan las bailarinas; ¿usted tiene alguna preferencia?… Azorado, Arlt enmudece, tiene la suerte de que ingresan unos amigos y debe hacer las presentaciones de rigor. Los señores Leopoldo Marechal, Jorge Luis Borges, Julián Martel, Martínez Estrada… La mujer cruza las piernas como jamás reina alguna ha conseguido hacerlo; desliza suave la mano sobre ellas dibujándolas en una larga caricia mejor que cualquier pincelada de Ingres, y los mira pícara, como diciéndoles: señores, deléitense, feliciten a sus ojos, porque sólo conquista el elegido: Soy Violette Leduc, amante espiritual de aquel escriba. (Nadie se preocupa por averiguar quién es “aquel escriba” aludido). Borges, precozmente absorbido, se sienta a su lado tomándola del brazo con la inocencia de un Saint – Exupéry pero con la perversa intención del divino Marqués de Sade. Marechal ve a Joyce y se excusa para ir a saludarlo, ante el desdén de Arlt. En la larga mesa de Joyce confraternizan Kordon, Hemingway, Oriana Fallaci, Pío Baroja, Hugo Wast, Blaisten, Shakespeare, Barón Biza y Ezra Pound que no deja de acariciar su barba.
Desde su mesa, el escriba contempla y disfruta lo que ya conoce de la dama: ese natural estilo arrasador de barrabrava que ella sólo oscurece cuando posee a su albañil amante. Fue Don Pepe Bianco quien se la presentó al punto de traducirla en “La cacería del amor”. El escriba luego de leerla entró, ya sin remedio, en esa búsqueda desesperada del éxtasis embriagante al que ningún hombre escapa si ve que el viento desparrama el pelo de una mujer; y ronda, acosa, hostiga, insiste y pega como el retador ansiando el título gracias a un golpe milagroso, que nunca llega. Como lo ve solito a Céline, el escriba acude a saludarlo. Céline está escribiendo con su cucharita de café en la mesa de madera. Lo saluda y le explica que no hace mucho estuvo en su casa y charló con su mujer. El más grande de todos lo mira extrañado y le pregunta: ¿Usted quién es?... Y sin esperar la respuesta sigue luchando con su escritura. Discretamente, el escriba se retira; pasea entre las mesas estrechando manos, palmeando espaldas. Y vuelve a su mesa.
Se despoja de su alegre dolor el escriba, deja el dinero para el café y, prestísimo, el mozo guarda el dinero y le bate la justa al oído, chamuyándole sobre ausentes y por llegar; y remata: O se exige derecho de admisión o se pide turno, otra no hay, che.
Esquivando mesas habitadas de palabras que lo ignoran, el escriba cruza el salón contiguo, también abarrotado de mesas en las que están, charlando eufóricos, Alexander Solzhenitsyn, Leni Riefenstahl, David Herbert Lawrence, Gore Vidal, Ayn Rand, Cocteau, Filloy, Schopenhauer, y…
Al punto llegan Vallejo, Echeverría, y Erica Jong llevada del brazo por Mármol que no deja de hablar con Mallea; saludan de lejos a todo el mundo y se acomodan con el grupo que componen Sábato, Manauta, Carson McCullers, Vargas Vila, Juana Gorriti y Bruno Traven. Detrás aparecen Ricardo Rojas, la Ibarbourou, Carriego, y también saludan con el brazo en alto; Inés de la Cruz con suma discreción. Mujica Láinez estrecha la mano de Borges que le dice: Alguna vez tuvimos una patria, ¿recuerdas?,  y la perdimos…
El escriba le tira un beso a la Riefenstahl y sale a la calle entre muertos – vivos y vivos – muertos. Aspira hondo. Camina. Desconociendo su propia ubicación entre las veredas, canturrea: Esta noche para siempre se acabaron mis hazañas, un chamuyo misterioso me acorrala el corazón…

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