Por Carina Sicardi
Aquello que es intangible por momentos, maravilla cuando en algún otro se hace concreto, veraz. Entonces, y aun después de todo lo que terapéuticamente escucho, me sorprendo. Eso que parece tan común, en realidad no lo es. La sorpresa es permitirse la sensación de estar vivos, de que no todo está peligrosa y aburridamente programado, de que no lo sabemos todo. Si fuese así, el hastío haría que cada día sea exactamente igual al otro, sin sobresaltos, temiblemente parecido a la nada.
Me sorprende que la gente deje de ser un conjunto de personas sin nombres propios, que salgan del fondo del cuadro para ser figura, aunque sea por un ratito, cuando me comentan sus opiniones sobre estos escritos, por ejemplo. O el sol que insiste en prestarnos su luz todos los días, sin pedirnos siquiera que nos demos cuenta de su presencia; hasta que no está, claro. O cuando escucho el golpeteo de las primeras gotas de lluvia sobre el vidrio y me sorprendo al pensar en el alivio que generan en la vegetación, sedientas de este placer que por muchos días le fue negado.
En realidad, la sorpresa viene a dar cuenta de aquello que no es cotidiano. Curioso es pensar por qué me sorprende tanto el buen trato de las personas que están detrás de un mostrador. En general, se llega allí con la imperiosa necesidad de que nos ayuden a resolver un problema, y cuando del otro lado nos devuelven una sonrisa alentadora y una palabra que marque el camino para una supuesta solución, una muestra de alivio nos llena el cuerpo, antes ocupado por el desasosiego.
Claro está, si siempre encontráramos esta actitud, ya no nos sorprendería, como la lluvia deja de hacerlo cuando se convierte en aguacero y nos impide cumplir con lo planificado, o el sol en épocas de sequía, o la cotidianeidad del registro del otro que camina a nuestro lado, o, simplemente se cruza en los vaivenes de la vida.
El nacimiento o la muerte, las lágrimas de un payaso, el dolor, el arco iris, una bendición recibida más allá de las creencias, el reencuentro con algo o alguien que considerábamos perdido, una mirada, una canción que dice exactamente lo que sentimos en ese momento, una llamada que hacía tiempo habíamos dejado de esperar…
Definitivamente eso, lo sorpresivo, es todo lo que sabemos que puede suceder desde el plano racional, pero ya habíamos dejado de esperar.
Desde que nacemos sabemos que pende sobre nosotros la espada de Damocles: en algún momento nos vamos a morir. De la misma manera que todos los seres a los que amamos. Estas afirmaciones, que leídas parecerían sin emociones, son los miedos más dichos (o no dichos) en terapia. Fundante de todos los demás, el miedo a la muerte tiene su fundamento en la falta de respuestas certeras científicamente, comprobables. Nadie sabe sobre la muerte. Se intuye, se cree sin más preguntas. Un dogma.
Aun con el saber antedicho, la sorpresa de la muerte nos golpea, nos lastima, hasta al sujeto más racional. Entonces buscamos respuestas y culpas, las propias y las ajenas. Conjeturamos, si yo hubiera… o no hubiera. Lo inabarcable, lo incierto, el enojo, el abandono, el nunca más…
Elaborar el duelo de lo perdido no es borrar lo compartido, es atesorar los recuerdos y que nos sorprenda una sonrisa en el rostro ahí donde antes habían surcado las lágrimas. La conexión con la vida que esperaba quieta, expectante, para tomarnos nuevamente de la mano.
“Si un día, para mi mal, viene a llevarme la parca”… No sabemos cuándo será ese día, por eso no deberíamos adelantarla estando muertos en vida; no acostumbrarnos a ella, y algún día, dedicados plenamente a vivir, dejar que nos sorprenda.
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