Por Carina Sicardi
Llanura pampeana, tierra fértil si las hay. Como todo lo cotidiano, muchas veces olvidamos detener la mirada en las maravillas que nos rodean. Infinidad de verdes que se pierden en la inmensidad sólo cortada por el lejano horizonte. La mano del hombre transforma esa rebelde y bravía rudeza del pastizal en prolijos y simétricos sembradíos.
Todo cambia, todo se transforma casi imperceptiblemente ante nuestros ojos sin que la mirada se detenga en lo que “no es importante”.
Tierra fértil para la vegetación, pero también para las quejas. Hay una en particular que transversaliza incluso a la del tiempo, o, quizás, la complementa. A la frase ya consabida: ¡qué calor!, ahora sumamos una mucho más abarcativa y preocupante: ¡qué cansancio!
Parece ser que el saludo cotidiano de: “hola”; o el más tradicional “buenos días”, fue reemplazado por una frase que en sí misma conlleva la descripción del estado anímico: ¡qué cansancio!, seguido de un desplomarse sobre el primer asiento que se encuentra en los alrededores, como si fuese la vida misma la que pesara sobre las espaldas, o el corazón.
En principio, ingenuamente asocié esos comentarios a una cuestión de almanaque. Fin de año, diciembre con su carga de emociones, el último esfuerzo para llegar al final del camino, simbólico, porque en realidad el día después del 31 todo vuelve a empezar.
Pero estamos en enero, muchos de nosotros ya regresamos de las tan ansiadas vacaciones y, sin embargo, la frase parece haberse instalado: el cansancio llegó para quedarse. También insistí en justificarlo desde las consecuencias que genera el calor en lo corpóreo y en lo anímico: cambia el humor; la transpiración evidente en muchas personas aleja del otro por vergüenza, por pudor; el enfrentarse con la realidad de alivianarse de ropa y enfrentarse con la imagen corporal; etc. Exponer nuestras miserias al sol, a las miradas prejuiciosas, malhumora, cansa.
Cuando nos planteamos objetivos en donde está implicado un desgaste físico, el cansancio es inherente a esta elección. Sabemos que vamos a cansarnos al caminar mucho, al correr, al bailar. Enfrentarnos a desafíos que nos implican superarnos a nosotros mismos, también. Pero la fatiga física tiene un principio y un final. Nada que una buena elongación, un reparador baño, o en algunos casos (por qué no decirlo), una cervecita bien helada, no pueda remediar.
En cambio, debo rendirme ante la evidencia de pensar que esta queja tiene una particularidad: no puede especificarse principio ni final, simplemente es y está. No es atribuible a nada concreto y objetivo pero puede ser una sumatoria de hechos que el inconsciente ha decidido mantener escondidos detrás de la incógnita: ¿cansancio de qué y/o por qué?
Aquel que tenga en sus recuerdos al pobre labriego tirando un arado o a “la pobre viejecita lavando ropa ajena” como versa el valsecito de Magaldi en voz de mi papá, dirá que “cansancio eran los de antes”, creyendo que atribuirle esta palabra al trabajo intelectual es casi una herejía, una ofensa al verdadero trabajo.
Pero el cansancio psíquico tiene consecuencias que afectan incluso a nuestra salud física. Estamos cansados de pensar, de enfrentar desafíos, de concentrarnos en que todo salga bien o no nos conflictúe. De no fallar. De no desilusionar a quienes confían en nosotros o a quienes nos miran. En el mejor de los casos, de no fallarnos. Pero en eso de querer ser los mejores en cada aspecto de nuestra existencia sin aceptar la falta, nos perdemos del placer que genera el camino.
No estaría mal que nos detengamos un poco a tomar fuerzas, para volver a tomar el hermoso tramo que decidamos transitar. Recuperase del cansancio sin vivirlo como frustración o fracaso. Un alto en el camino.
Como yo, que ya llevo 3785 caracteres escritos, nueve horas de trabajo, una hora y media de gimnasio, estoy tratando de terminar y suena el teléfono: es mi mamá...
Me despido hasta el mes que viene, esperando que me entiendan: ¡Qué cansancio!
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