En busca del objeto perdido


Por Carina Sicardi

“Ando en búsqueda de un objeto perdido”, expresa como único saludo el pediatra esta mañana. Irrumpe en mi consultorio en el comienzo del día con la frase que me perseguirá en los momentos que me separan del final de la jornada.
En este caso, la realidad era bastante simple, no encontraba un objeto para medir a los bebés, supongo que tendrá un nombre específico, pero no pude  preguntarle porque al haber encontrado en el lugar menos esperado, lo que buscaba, se fue. O quizás yo me detuve demasiado en esa actitud de pensamiento en que el tiempo se detiene, y él aprovechó para huir.
Ese es el camino de la existencia, la búsqueda del objeto perdido. Así de inespecífico, sin un nombre que nos guíe, sin carteles. Simplemente sabemos que hay algo que está perdido, porque algo falta.
La falta nos constituye, somos sujetos de deseo; y siempre se desea aquello que no se tiene, también indefinido, ¿cómo saber qué es lo que no se tiene?
“Vivir es estar en riesgo, el único lugar donde no hay peligro es la muerte”, dice Gabriel Rolón. Arriesgarse a vivir, a soñar, a perseguir aquello que se nos escapa pero vale la pena y el cansancio el intento por alcanzarlo, aunque no sea lo esperado cuando al fin lo logramos, porque seguramente será la flecha que nos marque otro segmento posible. Una respuesta que encierre más preguntas.
La certeza no permite el crecimiento, marca lo inamovible. Todo lo que no es posible cuestionar, modificar, pierde el sentido, ya no es.
También podría pensarse que si el objeto está pedido es porque alguna vez lo tuvimos, no se puede perder lo que nunca estuvo con nosotros. “Nunca se puede perder el que no sabe adónde va”, canta Dolina en su opereta criolla.
A veces descansamos en la engañosa sensación de haber llegado a “ese” lugar, al paraíso, allí donde todo es perfecto, o, al menos, lo parece. Hasta que, un día cualquiera, empezamos a percibir ese cosquilleo incómodo cuando tratamos de acallarlo, eso que inquieta y nos genera pensar qué habrá más allá de lo que vemos, más allá de nosotros mismos.
Cansa, agrieta, opaca la quietud; nos deja tiesos, sin ganas, sin sentir. Entonces deseamos y “no hay deseo que no busque placer y no hay placer obtenido que no genere culpa”, afirma Rolón.
Y en ese momento, nos descubrimos vivos, con ganas de que el espejo nos devuelva una nueva imagen, de tirar la ropa que, hasta hace un rato nos sentaba tan bien; de necesitar la magia de la peluquería; de encontrar esa música que hace tiempo no escuchábamos; de desempolvar viejos libros del estante más alto o de seguir aquel proyecto olvidado; de volver a mirar y ser mirados, registrados, inscriptos en la historia.
Culpa genera pensar en los errores cometidos, como si fueran un fracaso en el que marcamos para siempre nuestras vidas, y las de otros. Somos responsables de lo que hacemos o decidimos; pero equivocarnos o, simplemente intentar encontrarnos con otros deseos, no nos hace culpables, a no ser que cometamos un delito (o un pecado).
Quizás sea bueno también permitirnos un descanso en el camino, sin sentir que por eso estamos perdiendo el tiempo, porque la vida no se maneja bajo la estructura del reloj o de una apretada agenda. Existen momentos que duran una eternidad, aunque, cronometrados, sean sólo unos minutos, durante la espera por ejemplo. O parecen segundos los vividos placenteramente y han pasado horas. Dependerá del encuentro con el deseo y de permitirnos vivirlo.
Seguir en la búsqueda del objeto perdido sin sucumbir ante la angustia que ese hecho genera, será nuestro desafío.
  
  
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario