Cronistas de a pie


ROMA, CIUDAD ETERNA

Por Ana Guerberof*

Escuchar lo que dice tu vecina en un hotel no forma parte de las normas de educación que me enseñaron. No debe hacerse. Podría decir, como excusa barata, que la responsabilidad recaía enteramente en ella, porque me despertó, al irrumpir en el cuarto contiguo en estado de embriaguez, pero la verdad es que la subsiguiente conversación telefónica, sobre lo que parecía ser un apasionado encuentro nocturno, me mantuvo alerta. A punto estuve de levantarme y acercar mis pabellones auditivos a la pared divisoria, pero me dio vergüenza, como si existiera una cámara oculta en la habitación que me amonestaría por ser una chismosa crónica. Me mantuve inmóvil en la cama, cualquier ruido podía entorpecer mi tarea de espionaje y evitar que averiguara este apasionado desenlace sentimental. Cuando volvió a salir de la habitación hacia el encuentro acordado, tras trastabillar con lo que me pareció todo el mobiliario hotelero, experimenté una mezcla de alivio y admiración. ¿Cómo no era yo la protagonista de esta historia?
Roma es así. Turística. Ruidosa. Voluptuosa. Hiperbólica. Eterna. ¿Cómo se puede explicar de otro modo, la Fontana di Trevi? ¿Cómo explicar tanta exuberancia? ¿Cómo asimilar tal aglomeración de personas tirando una monedita? Aunque no queramos formar parte de los “turistas” es imposible negar la evidencia de que lo raro en el centro histórico es precisamente ser romano. Mi amigo Giorgio, turinés y residente en la capital, me confesaba que le gustaba la ciudad pero no sus habitantes a quienes encontraba mal educados, toscos, vagos, desorganizados… ¡bah, un tachado de virtudes! Él prefería Milán. Cuando lo escuchaba me acordaba de aquella lamentación tan argentina de que todo lo malo del carácter nacional es debido a nuestra herencia italiana. Esa continua manía de flagelarnos, que no comparto, a la vez que encontramos un culpable o motivo que explique por qué nada funciona mientras imaginamos que en un lugar remoto reina el orden y el respeto. A veces, el motivo de nuestras desdichas está a la vuelta de la esquina, en la casa de algún rico hacendado. Quizás no queramos asumir esa realidad tan palpable y cercana, y prefiramos pelearnos con nuestros ancestros. Pues mi amigo Giorgio parecía reducir lo pernicioso de nuestra herencia italiana a los romanos. Para mí esto no acababa de explicar el fenómeno Berlusconi que es milanés. Ya, es difícil de explicar. Mientras pasábamos por el Coliseo en su scooter, Giorgio me comentaba que no conocía a ningún italiano que hubiese votado a il cavaliere y he de confesar que yo tampoco. Muy al contrario, conozco a muchos que salieron de Italia precisamente por no poder soportar ni un minuto más ese gobierno, un auto-exilio impuesto por vergüenza ajena. La explicación parece, entonces, bastante sencilla y practicada desde la antigüedad por aquellos que ostentan el poder, comprar aquí y allá: votos, inmunidad, sexo, hijos, lo que toque. Durante una cena, ¡un plato de pasta inolvidable!, en la que yo me defendía con mi itañol más clásico, se me ocurrió levantar mi copa, presa del entusiasmo y respeto a mis amigos italianos, y brindar con la archiconocida expresión “¡Forza Italia!”. Todos enmudecieron, porque lo que era para mí un giro de lo más futbolístico y simpático, se había convertido ahora en un lema asociado sólo a Berlusconi. Hay que joderse. Que venga un señor y te robe una expresión futbolera no me parece ni serio, ni justo. Pero así funciona esta gente, se apropian de la esencia del país y hacen de los defectos, virtudes. Después de todo Berlusconi declaró que él no le pagaba a Ruby por prostituirse sino que le subvencionaba una digna retirada de la mala vida. En fin, la cara que se te queda ante estas declaraciones es sólo comparable a la cara que se queda en España cuando Aznar habla de Gadafi como “amigo de Occidente”. A veces, no sé qué pensar… pero te dan ganas de comprar una miniatura del Duomo de Milán y hacer estragos ¿se acuerdan?

*Argentina residente en España.


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