Por Carina Sicardi
¿Cómo poder centrar el pensamiento en una idea cuando giran tantas otras sin un orden establecido? ¿Cómo responder a la famosa pregunta “en qué estás pensando”, si llegar a un resultado certero sería casi como descifrar el enigma de la esfinge?
Me maravilla y asombra pensar la complejidad y perfección con que encastran las funciones cerebrales, en un orden único, aun para las acciones que, desde la percepción, parecen más simples.
Pero lo psíquico es más complejo aún.
Alejado de lo racional, la lógica del inconsciente es atemporal, es por eso que los pensamientos se agolpan en nuestra conciencia como provenientes de una catarata, sin saber cómo llegamos al último si llegamos a saber cuál fue el primero. Ponerlo en palabras escritas u orales es intentar darle un orden para que nos podamos entender con otro que quiera escucharnos.
Creo que éste es el primer paso en la comunicación: tratar de entendernos con otros cuyos trayectos en la vida los han hecho transitar por experiencias únicas e irrepetibles, por lo tanto diferentes a las nuestras, con la palabra y con el cuerpo.
Interpretamos el discurso del otro también desde nuestra estructura, por eso no es raro encontrarnos de repente con alguien que dice: “Nunca olvidaré lo que me dijiste ese día…” y dice una frase que, en su expresión o interpretación, no podemos identificar como propia. Y pensamos, a una velocidad maratónica, tratando de que los gestos faciales no nos delaten, “en qué momento y lugar dije semejante sandez…” Imposible, los mecanismos de defensa han operado y no logro recordar. Ya no importa, esa frase ha dejado de ser mía para pertenecer a ese otro.
Aquello que decimos deja huellas en nosotros y en los otros. Por eso es un compromiso esto de hacer circular la palabra. Un compromiso maravilloso, un desafío.
Siempre pienso que, de ser conscientes del peso y el poder que tiene la palabra, quizás no nos atreveríamos a hacerla circular. Pero de eso se trata, de decirla para que no nos lastime, pero de tal manera que tampoco lastime al que la reciba, se trata de no violentar en nombre de la palabra.
Nos servimos del discurso del otro para evaluar. Tan sólo por un saludo, creemos conocer a nuestro interlocutor: ¡qué amable!, ¡qué culto!, ¡qué ordinario!, ¡qué corto!, ¡qué divino!, nos deja como resultado un simple: Hola.
Claro que aquel que es evaluado, quizás diste del que imaginamos, porque también cuenta el deseo: lo que queremos ver del otro. Por eso quizás dos personas hablen de otra sin coincidir para nada en la descripción: “¿Viste que inteligente?” “Para mí es un chanta…”
Dolina dice: “Detrás de ese disfraz, tenían otro más. La gente era quizás, puro disfraz”.
Tratar de descubrirnos, de encontrarnos y después reconocernos, es el camino de la terapia, porque escondernos detrás de esos disfraces, como defensa, parecería que es nuestra meta.
Tapamos el dolor porque mostrarlo aleja a la gente. La sonrisa, la alegría y la felicidad es lo que vende: la buena onda. No importa si es real o el disfraz de Piñón Fijo. Se venden miles o millones de libros que dicen cómo lograrlo. Por supuesto que es más fácil que acercarse a la verdad, a descifrar finalmente el enigma.
Les transcribo ese tan famoso enigma del que les hablo al principio, aquel de la esfinge:
“Existe sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo, que tiene sólo una voz y es también trípode. Es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por la tierra, aire o mar. Pero, cuando anda apoyado en más pies, entonces la movilidad de sus miembros es mucho más débil”.
Será cuestión de empezar a descubrir la respuesta.
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