Por Ana Guerberof
ana.guerberof@gmail.com
Desde España
“Una sociedad como la nuestra donde los ricos
invierten millones en evitar que suba el salario mínimo de aquellos que se
hunden cada vez más en la miseria y donde se sabotea la cobertura médica para
los que más la necesitan, no es una auténtica sociedad sino un estado de
guerra, como diría Mark Twain”.
Esto publicaba el poeta serboestadounidense, Charles Simic en el blog The New York Review of books (http://www.nybooks.com), el 5 de agosto. Él sabe muy bien de lo que habla.
Nació en 1938, vivió y sufrió las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial.
Los que conocen sus poemas saben que las referencias son innumerables.
Carencias, sufrimiento, emigración. Que Simic, un escritor que vivió tan de
cerca la devastación bélica piense que vivimos un período similar, da para
pensar. En España este estado de tensión social llegó hace años, antes incluso
de que estallara la crisis en 2008, pero ahora acampa a sus anchas sin pudor,
con una desfachatez e impunidad vergonzosas. No sé cómo se explicará este
período en los libros de historia, pero ¿cómo nos afecta en el día a día?
A los argentinos que nos gusta ganar a veces en cosas inexplicables
nos parece que lo que se vive hoy en España ya lo hemos vivido cien mil veces
antes y que ahora lo que tienen que hacer es bancársela. Yo creo, en cambio,
que lo que pasa ahora tiene marcadas diferencias. Antes, ante una o varias
crisis locales siempre quedaba un ideal, un lugar al que se podía ir y con el
que se fantaseaba (sí, quizás erróneamente) y donde creíamos que existían
valores democráticos y sociales verdaderos y duraderos, que existía algo mejor
y que una vez llegados a ese lugar sería como encontrar el Santo Grial o
alcanzar el cielo en la rayuela de nuestra vida. Ahora, en cambio, no sólo ha
desaparecido ese paraíso imaginario sino que además todos sabemos por qué, ni
siquiera se ocultan las pruebas, se declara abiertamente que ese 1% controla la
sanidad, la educación, las pensiones y que su intención es privatizarlo todo
para luego revenderlo a los mismos que lo financiaron en primer lugar. Es un
atraco a plena luz del día y todos los sabemos. Los salarios bajan hasta que la
única posibilidad que existe es comprar en los mismos supermercados que el 1%
abastece de productos de dudoso origen (no sólo por su calidad sino por la
forma de obtenerlos) y nos venden unas vacaciones de bajo coste en vuelos de
seguridad dudosa.
La vida de cada uno se ve afectada: el amigo que no sabe si cobrará a
final de mes, confía y espera que sí; la amiga que trabaja horas interminables,
noches y fines de semana, sin cobrar más que el mínimo porque a los arquitectos
ya no les queda qué construir; el otro que trabaja en unos grandes almacenes
por un salario que no le daría ni para pagar el alquiler de una habitación y
que, aun así, tiene que aguantar la supervisión constante con cámaras. Todo
debe hacerse sin quejarse porque “esto es lo que hay”: salarios congelados hace
años, más responsabilidades, horarios “flexibles”, menos prestaciones, bajada
de precios a los proveedores. Y si no te gusta, te callas, no quedan energía ni
ganas, además nadie te apoyará.
Este estado provoca que se pierda la fe en derechos conseguidos, el
pensar “que te exploten está mal”, “no descansar está mal”, las ganas de luchar
porque el sentimiento es que todo está perdido, que no podemos controlar lo que
pasa, ni los gobiernos pueden. Nos estamos convirtiendo en una sociedad
competitiva por un trocito de vida que es la mitad de lo que se tenía antes y
el doble de caro. Nos estamos acostumbrando a eso. Nos relacionamos en base a
esos nuevos valores, criticamos a quienes critican o se quejan y queremos
pensar que cada uno tiene lo que se merece y que es el momento de los
“emprendedores”. Las similitudes con 1984 de Orwell producen escalofríos y no
sólo porque exista un Gran Hermano sino porque este nuevo mundo abandona el
espíritu de lucha, de comunidad, de solidaridad. En definitiva, se deshumaniza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario