Por Ana Guerberof
ana.guerberof@gmail.com
Desde España
En
España es costumbre comer doce uvas en Nochevieja al son de las campanadas que marcan
el fin del año en curso y el inicio del siguiente. Las uvas no son pasas sino
unas blancas al parecer procedentes de una localidad llamada Vinalopó que se
dedica en cuerpo y alma a su cultivo, con denominación de origen y todo. Recién
llegada a este país me explicaron que debía comer cada uva haciéndola coincidir
con una campanada que emitía la televisión estatal desde el reloj de la Puerta
del Sol de Madrid (aunque ahora las campanadas ya se emiten desde distintas
ubicaciones dependiendo del canal sintonizado).
No
se sabe exactamente de dónde proviene la costumbre. La versión más frecuente y
popular es la que dice que a finales del SXIX hubo un excedente de producción y
que los viticultores, con gran agudeza e ingenio, las rebautizaron como uvas de
la suerte y consiguieron colocar la mercadería sobrante. Otras versiones
explican que se trata de una práctica burguesa iniciada en Madrid y que
consistía en tomar champán y comer uvas, costumbre que tenía origen a su vez en
la aristocracia francesa. Cualquiera sea su origen, en la actualidad la
tradición está implantada en todo el país (aquí no caben los nacionalismos) y
sirven a modo de talismán para la suerte.
Normalmente,
una pareja de famosos del mundo de la farándula «da las uvas» desde el exterior
de algún reloj emblemático en vivo y en directo. Cada canal tiene su pareja de
famosos ataviada para la ocasión: ellos de esmoquin y ellas con provocativos vestidos
de fiesta —pasando más frío que Leonardo DiCaprio en Titanic; no olviden que
aquí es pleno invierno-. La
pareja relata minuto a minuto los movimientos del reloj elegido: nos explican cuando
suenan los cuartos, una especie de aviso y, a continuación, las doce campanadas,
de a una, para que no metamos la pata y tengamos un año de desdichas y
tribulaciones. No es que vayan a ganar el Pulitzer pero si se falla, ¡Dios no
lo quiera!, el pueblo entero castigará al perpetrador de la ofensa y
seguramente tendrá que apartarse de la televisión, como así ocurrió con la
periodista Marisa Naranjo que confundió los cuartos con las campanadas y justo
cuando creíamos que debíamos comenzar a comer las uvas, el reloj enmudeció ante
la entrada del nuevo año. ¡Por los clavos de Cristo! Para una sola cosa que debía
aprender y confunde a cuarenta millones de personas (menos a los canarios que
para eso tienen una hora de diferencia). Nadie se lo perdonó aunque no recuerdo
que ese año fuera menos afortunado que otros.
No
sé si hay que pedir un deseo, tres o si el conseguir comer las uvas a tiempo ya
garantiza por sí mismo un año de buenos augurios. La sincronización constituye
ya toda una proeza porque la velocidad de las campanadas es mayor de la aconsejable
para no atragantarse. Sospecho que se producen incidentes en los que un
familiar debe acudir en auxilio de otro propinándole fuertes golpes en la
espalda para que escupa la uva y vuelva a respirar. Al principio no sé si me lo
explicaron mal o si yo, tan perdida como estaba a mi llegada a este país, no lo
comprendí bien, pero pedía un deseo con cada uva, o sea, doce deseos. Era un
momento de máxima concentración que me obligaba a tener en funcionamiento todos
mis sentidos para no equivocarme pero que no impedía que me olvidara de los
deseos formulados al cabo de unos minutos.
Ahora que pasamos un
nuevo Ecuador anual, en casa decidimos seguir todas las tradiciones de las que
teníamos conocimiento; a saber: escribir una lista de hechos olvidables y
quemarla; otra lista de deseos y guardarla en una cajita; comer lentejas para
la prosperidad; brindar con oro para que el nuevo año traiga plata; dar una
vuelta a la manzana con una valija para viajar; pisar con el pie derecho al
iniciar el año; y, por supuesto, comer las doce uvas pidiendo uno, tres o doce
deseos según la necesidad de
cada uno. ¿No se trata, al fin y al cabo, de volver a empezar renovados como si nada malo
hubiera ocurrido o pudiera ocurrir?
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