Confesiones de invierno



Por Juan Carlos Ferro

En estos tiempos donde la independencia periodística está cuestionada, creo necesario plantar bandera. Fiel a mi estilo, tiro el caretaje objetivo y manifiesto mi subjetividad ante el tema que provoca charlas y discusiones en cada rincón del pueblo. ¡Odio el invierno! Pero no es un malestar pequeño, sino el más profundo de los desprecios. Para que se dé una idea, consumo todos los aerosoles posibles para fomentar el calentamiento global.
Me gustaría saber: ¿qué gracia le ven al frío? Y no me vengan con los muñecos de nieve o el culipatín, porque por estas latitudes esas fantasías en nieve, no son posibles. En cambio, nos esperan diversas penumbras desde el momento mismo en que nos levantamos. Salir del abrigo de las frazadas para iniciar el día es más feo que un pastelito de batata. Porque seamos sinceros, el señor o la señora que inventó los pastelitos, los hizo de membrillo. Hacerlos de batata es como decirle al inventor de la Coca Cola que le cambie un ingrediente a la fórmula secreta.
Ya que hablamos de comidas criollas, últimamente algunos actos patrios (sobre todo el 25 de mayo), parecen recordar más la mazamorra, los pastelitos, los negros candomberos, los vendedores de velas, que la Revolución de Mayo. Intento ponerme en la cabeza de un niño que asiste a un acto y me pregunto: ¿Qué pasó el 25 de mayo? Tranquilamente podría contestar: hubo una feria parecida a la Fespal, donde vendían comida, artesanías y unos negros bailaban candombe.
Pero volvamos a la peor estación del año, que de eso estábamos hablando. Arrancás el día, buscando el modo más veloz de ponerte remera, buzo, medias, pantalón y todo lo necesario para que los dientes no comiencen a chocar. Ahí nomás, perdimos varios minutos con respecto a lo que es levantarse en verano.  Ya que nombré a las medias, ¿por qué existe el poliéster? A los diez minutos de estar calzado ya empezás a transpirar, y como es invierno y tenés los pies mojados por culpa del poliéster, se te congelan las patas. Todavía no saliste de tu casa y ese día ya está arruinado.
Cuando te animás a salir al aire libre, la cosa empeora. Cualquiera sea tu medio de movilidad, el frío te complica la vida. Si vas al laburo caminando, los pies congelados van crujiendo al mismo ritmo que el pasto duro después de las heladas. A esto se suma la contractura que te produjo caminar arrugando el cogote para que se junte la cabeza con el cuerpo y no se filtre el chiflete.
¡Qué te voy a contar si te subís a una moto! Seguramente sabrás que volvés a sentir los dedos y las piernas cerca del mediodía. Pero todavía hay algo peor: la bici, porque cuenta con todas las desventajas de la caminata y la moto, juntas. Sería como Del Sel que tiene el quincho de Menem y el bronceado de Lilita todo en una persona.
Por último, llegamos a la posibilidad del traslado en auto, que parecería ser la opción más ventajosa. Pero ya lo dice el saber popular: “no todo lo que reluce es oro, a veces es baratija”. Nos subimos al vehículo, que por supuesto está gélido. Inmediatamente prendemos la calefacción, ¿y qué pasa? Se empaña el vidrio. Sabemos que la solución es poner el aire acondicionado, pero nos parece una locura agregar frío al iglú. Empezamos a manejar pero no vemos nada, el desempañador parece decidido a no solucionar el problemón. En ese momento, hacemos lo que tantas veces nos recomendaron que no hagamos: limpiamos el parabrisas con el pullover.
Mejor voy dejando el tema porque me estoy calentando y no quiero hacerle favores al clima. Pero antes de irme a preparar la bolsa de agua caliente, les quiero ir de frente como siempre lo hago. Lo que realmente me jode del invierno es que la ropa de las mujeres tiene la mala costumbre de cubrir por completo las partes más pulposas. Igual, lo cierto, es que ellas sí son lindas todo el año y a pesar de las estaciones.

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