Por Sebastián
Muape
sebasmuape@gmail.com
Situaciones que
engloban vidas completas en apenas instantes. Una mirada disimulada desde la
mesa vecina, escudriñando, reflexionando, derrapando por las laderas de nuestra
propia existencia. Supurando en lo ajeno, lo propio y cercano. Mirándonos en
ese espejo o buscando allí rasgos parecidos a los que portamos. Un poco de todo
eso, haremos en este espacio. Instantes, tomados de la solapa y sacudidos en un
momento de tensión, que se diluye luego como las densas volutas de un cigarro
negro. Aunque quizás, en el aire, algo quede aún flotando…
TÁCITOS
El hombre quedó momentáneamente solo, sentado en el
extremo de su mesa grande con trampa y mantel. Apoya sus brazos cruzados y se
dispone a esperar unos minutos. Los demás se dispersaron por el parque, sin
dejar de escribir en sus dispositivos, caminando en círculos con la cabeza
gacha, los dedos en pleno movimiento y gestos cambiantes en sus caras. Algunos
se alejaron a fumar o simplemente buscando distancia, aire, pensar. Otros se
encargan de monitorear a los menores en el manejo de la pólvora de colores y
luces.
La cosmogonía pare un día y con él, la página uno del
nuevo almanaque. Estallidos casi sincronizados, cielo iluminado, griteríos, ladridos,
ronda de besos, brindis, ritual, abrazos y palmadas, lo acostumbrado.
El hombre vuelve a sentarse, seca una lágrima con cierto
disimulo, levanta la vista hacia la intemperie y ve pasar un globo de papel que
ya comenzó a incendiarse, deshaciéndose en hilachas naranjas. Delante de sí
está su copa con sed recurrente y los restos arrasados de la cena festiva. Una
vez más, sus comensales aprobaron las preparaciones agridulces y la correcta
elección de los vinos. Sin dudarlo devora la mitad del mantecol que quedaba,
antes de que alguno de sus nietos le usurpe el bocado. Escruta la botella,
vacía otra vez. Su mujer asimila el gesto y va a la heladera por un descorche
más, sirve sonriendo y antes de alejarse le pasa la mano hacendosa por la nuca,
suavemente.
El barullo crece, el gentío también, la algarabía no va
en zaga, laten palmas y pies. Hace un momento una de sus hijas le musicalizó el
alma, entonces el Negro Juárez pedía que le cuenten una historia, un lindo balurdo que invite a soñar. A
pesar del calor, le tiritaron los huesos al tipo. Ahora es otra la canción, más
parecida al carnaval y a un ritmo que se le parece menos. Aunque está
disfrutando, la noche invita a la introspección.
Es esta la historia de mi vida que tengo para contar. Los
que me bailan cerca, los que acompañan mi edad, los que ríen demasiado con los
chistes sin novedad, los que van llegando para después zarpar, esa dama
poderosa, valiente, puro caudal. Los recordados de siempre, amarrados a la
campanada final.
¿Cómo me verán ellos? ¿Qué verán? ¿Me verán? ¿Sabrán de
las heridas que le negocié a dios y a la vida? ¿Me perdonarán las manías de
viejo y de terco y de una herencia que no supe borrar? No pude, la pucha, qué
embromar.
Si muriese en junio, ¿cuál sería la secuencia en
aniversarios, cumpleaños, casamientos o navidad? ¿A qué huele mi presencia? ¿Quedará
eso en mi vacío? ¿Me llamarán al recordar? ¿Quién ocupará el extremo de mi
mesa? Nada me deben, lo acepto, lo sé. Que jamás se convierta esta casa en un
paseo estacional, que no dependa del calendario, la consecuencia de lo
habitual.
Con regocijo aniñado, observa a su descendencia
enardecida bailando, cantando, se siente eslabón primigenio de este entrecruce
de realidad.
La mujer se
acerca, le da unas uvas acariciando luego sus manos, se miran profundo y
vuelven a brindar. Se reconocen logrados, casi sin hablar.
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