Por Enrique Medina
Céline
pide un café en la vereda de Coronel Díaz. Relee el contrato-base que discutirá
con Sergio Leone, que llevará al cine el “Viaje al Fin de la Noche”. El mozo le
deja el café sin los sobrecitos de azúcar. Céline, al meter el contrato en el
sobre percibe el olvido del mozo y levantando el brazo para que desde adentro
del bar se aviven. Sorpresivamente, casi jauría de indios, salen los mozos
bromeándole a los gritos que use los sobrecitos que desde siempre se guarda en
los bolsillos. Putea, Céline. Quieren que venga vestido de smoking ceremonial o
jaquet, estos pelotudos. Nunca más volveré. Se ensañan con él, lo persiguen y
lastiman desde que escribió esa putísima novela. ¿Cómo explicarles a estos
garrufanes que va al hospital a visitar a su madre a la tarde y que ella tiene
todo prohibido y que toma el té dulce gracias a que él provee los sobrecitos a escondidas?...
Mañana irá enfrente, al bar Acqua Nova, donde atienden las chicas amables. No
debe escapársele nada del contrato si no quiere mal-arrepentirse. Hay que
desconfiar de estos tanos que filman spaghetti-westerns creyéndose Hollywood. La
película puede volverme a ubicar en este destripado circo que vivimos; incluso
podré mejorar mis contratos con Gallimard. Sin dejar propina se va caminando
por Billinghurst y en la vidriera de una librería de viejos ve, ubicados en los
estantes superiores, dos de sus novelas agotadas. “El viaje” y “Cartas de la
cárcel”. ¡Ah, qué suerte! Se lo regalo a Sergio. El ejemplar de él está tan
hecho moco que es imposible usarlo de base para el guión. Mira el precio y se
quiere morir. ¡Estos son unos chorros, a ese precio entro al cielo sin pedir
perdón! Lo piensa. Calcula el efectivo que tiene. Le alcanza. ¿Vale la pena el
regalo?... ¿Y si no lo compro y después me arrepiento?... Sería lo normal para
seguir la historia de mi puta vida… El libro está agotado y ésta es una buena
ocasión… Y, sí, mejor guión, mejor película. Ya que voy a porcentaje como me
aconsejó mi querida Lucette, paso al frente y les hago un corte de manga a los
que me persiguen. Entra, Céline, convencido. La vendedora, que está comiendo
frío en el platito de plástico, al verlo con tan mala traza, tan poca cosa, sin
afeitar, despeinado, preso recién escapado o cartonero con mala suerte, ya se
predispone mal. Él medio se da cuenta, y poniéndose del lado de ella, piensa, y
eso que no sabe del lorito en mi escritorio cagándose en mis originales y el
gato Bébert rayando los muebles. Pero igual pide el libro en lo alto haciendo
alusión al precio marcado. Lo hace de modo chusco y para la vendedora eso ya es
suficiente para quitarse de encima a este pesado atorrante que sólo viene a
escorcharle el almuerzo. ¡No, ese libro es caro, es un libro importante para
lectores importantes! ¡Y yo no me voy a molestar en bajarlo para que lo manosee
y luego volverlo a su sitio! ¡Ese fue un escritor importante y por eso tiene
ese precio, porque sus libros están agotados, y chau gracias!... Céline se
queda de una como el perfecto caballero que siempre fue. No le gustó “ese fue”,
pero sí lo de “importante”. Duda, y, como siempre lo ha hecho en vida,
reflexiona antes de proceder, para no equivocarse; aunque verdaderamente
siempre le ha ido como el traste cuando ha querido ser prudente, por lo que
pensando ser amigable, sin darse cuenta le sale decir: ¡Y usted sabe quién soy
yo, eh, quién carajo es usted, eh!... ¡Antes de prejuzgar hay que mirarse la
viga en el ojo propio, eh, yo soy Céline y me cago en ese libro!... Fuera de
sí, Céline se encrespa y le grita a la vendedora que ella es una agente de
inteligencia que lo persigue... La vendedora toma conciencia de que está ante
un hecho grave y con disimulo marca el número de la policía mientras Céline le
cuenta que fue voluntario a la gran guerra y se quedó con un brazo inútil,
soplidos en los oídos y dolores eternos en la cabeza, y que el libro es toda su
maldita vida, pero escrito por amor a Elizabeth Craig… La vendedora, como ve
que la policía tarda y para tener mayor seguridad por su vida, llama a los
bomberos. Céline, fuera de sí, le grita que incluso el presidente Sarkozy le
iba a hacer un homenaje pero el Nuevo Orden Mundial se lo impidió, y yo estoy
en Argentina porque me llamó mi amigo el actor Robert Le Vigan que se hizo
peronista y trabajó en algunas películas aquí, y en Francia había personificado
a Cristo, ¡justo él!… Asustada, la vendedora, porque nadie llega en su auxilio
y viendo que el maltrazado acentúa su vehemencia con visos de locura, decide
llamar al Loquero Vieytes. Céline explica que el mundo es tan mierdoso que está
escribiendo su último libro dedicado a los animales, porque la gente hoy en día
tiene menos decencia y nobleza que un clavito torcido y oxidado. Ahora arremete
con sus amigos del alma que siempre lo apoyaron…¡¡¡Arletty, la gran actriz de
la Francia gloriosa y Michel Simon, y Marcel Aymé, y Georges Bernanos, son mis
amigos!!!, ¡y también Bukowski, y Miller, y los putos de la generación beat
hasta querían chupármela!... La vendedora cree desvanecerse y se sostiene del
mostrador justo cuando se escuchan alarmas, aullidos y pitos y matracas y cae
la policía, y detrás los bomberos, y la ambulancia de locos. Céline mira hacia
la calle y se pone contento porque piensa que le vienen a hacer el homenaje,
pero no. La policía le apunta para que levante los brazos y lo arrastran del
pelo. Los bomberos abren las mangueras y la librería se inunda porque no tiene
salida de emergencia. Los libros de Céline a precio de dólar quedan ahogados
sin remedio ni reposición, y él, ahora tironeado por la policía de un brazo y
por los de la ambulancia del otro, no deja de gritar en su defensa en medio del
infernal ruido: ¡Maldita leche que los parió, parenlá che, que soy Céline, y ojito
que tengo un grupo de argentinos que me apoyan: Muape, Pérez, la Tenaglia,
Kenis, Ojea, Bianco, Farías, Munaro, los Marcos, Vento, Medina..! ¡Esa es una
banda de pornógrafos como vos, franchute!, grita el que le pone el chaleco de
fuerza a la fuerza: Vos podrás ser Céline, Messi o el Papa, y a mí me importa
un pomo, meté el brazo acá así te abrocho. No se rinde Céline, lamenta: Tuve
razón cuando escribí que la vida era esto: un punto de luz que termina en las
sombras… ¡Pero volveré! ¡Y les cagaré encima, bufones de telgopor acaroinado,
métanse la cabeza en bolsitas de plástico y háganse la del mono, que ni sirven
para gorilas!, ¡mamarrachos destilados, avísenle a Sergio Leone que por fuerza
mayor no acudiré a la cita, soreeeteeesss!... Y la ambulancia parte a grito pelado. La
policía, de bronca por quedarse con las manos vacías, de prepo mete en el
patrullero a la vendedora que, con un pequeño ventilador portátil, trata de
secar los libros empapados de Céline. La gente se arremolina y alguien afirma
que la mano se nos viene muy pesada, che.
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