Contratapa


Usted a mí

Por Alejandra Tenaglia

Usted, señor de oficina.
Usted y su oficina de calle Santa Fe.
Usted, que probablemente ya ha muerto.
Usted, conocido de conocidos, que nos hicieron conocidos.
Usted, con su cabellera blanca, su traje gris, su figura empezando a encorvarse.
Hace más de 15 años, como hoy, el invierno cedía en la ciudad. Y usted, en su oficina de calle Santa Fe, con una estufa vieja que parecía silbar, me recibía por primera vez.
Usted, que luego me citaba no menos de una vez por semana, imponiéndome un rosario de palabras, simulando misterios exóticos, enhebrando petulancias y entelequias en una sarta infinita de cuentas. Empezando aquel invierno, cruzando la primavera y el verano, recibiendo el otoño y otra vez el invierno. Y yo, paciente y continuamente como el mismo tiempo, seguía su juego inentendible para la adolescente ingenua que por entonces era.
Usted, que me prometía una ayuda acodado en su trayectoria, sus contactos, su trabajo.
Usted, que me ilusionaba con el ingreso al Palacio de Justicia, donde decía, podría explotar mi capacidad y mitigar mis apremios económicos.
Usted, que usaba cada una de las mañanas en las que iba a su oficina de calle Santa Fe, para referir a sus hijos exitosos, viajeros, lejanos.
Usted, agente inmobiliario por herencia, hijo de los repartidores de las tierras en los pueblos.
Usted, con su anillo de oro, su máquina de escribir obsoleta, y su corazón de piedra.
Usted, que hablaba sin descanso de su auto nuevo, su casa de fin de semana, las idas al teatro con su esposa, las cenas en restaurantes lujosos, los destacados clientes a quienes había “dado una mano”, hasta el momento en que decía que iba a ayudarme.
Usted, que se aprovechó de mi necesidad, y de mi paciencia, y de mi involuntaria solidaridad.
Usted, un viejo solo y medio loco, dedicado a recordar; rememorando una y otra vez el pasado o revistiendo de realidad fantasías nunca concretadas, para hacer de su vida algo trascendente. Para trascenderse. Para trascender.
Hoy le pregunto: ¿necesitaba conversar o simplemente hablar?, ¿necesitaba mirar mi cuerpo adolescente, sentado en su sillón, frente a usted, esperando, para luego frotarse con mi recuerdo?, ¿o era mi sumisa y calma presencia la que hacía bullir sus intereses? ¿Qué necesitaba?, le pregunto. ¿Sentirse generoso prometiéndome esa ayuda?, ¿poderoso?, ¿abnegado?, ¿justificado? Y le pregunto también, ¿cuánto necesitaba? Con sus años y sus cabellos blancos, sus hijos y sus carpetas amarillentas, sus tantas riquezas y sus miserias selectas; su oficina de la calle Santa Fe con un teléfono que sonaba poco, una puerta a la que nunca golpeó nadie, una estufa silbadora en invierno, un ventilador viejo en verano; y unas mañanas donde todo el trabajo parecía terminado, unas mañanas habladas hasta mi hastío.
Mucho. Usted necesitaba mucho más que yo la ayuda que nunca le prometí y sí le di. Sabiendo no saberlo. Sabiendo no saber exactamente por qué seguía yendo a cada nueva cita donde la promesa de una ayuda para ingresar al Palacio de Justicia, quedaba detrás de la colina de palabras de pendiente ni siquiera abrupta. Donde la promesa de una ayuda  para ingresar al Palacio de Justicia, sólo conducía a una nueva cita con novedades. Y la nueva cita no tenía novedades, sino la promesa de una ayuda para ingresar al Palacio de Justicia, que conducía a una nueva cita, con novedades.
No. No dejé de soñar con esa ayuda, con la posibilidad de un buen trabajo de la mano de esa ayuda, con la posibilidad de estudiar gracias a un buen trabajo –menos horas, mejor dinero-, que conseguiría gracias a esa ayuda.
Usted me ayudó a empezar a descreer.
Usted me ayudó a empezar a desconfiar.
Usted me ayudó a conocer el complejo entramado del sentido que parece sinsentido.
Usted a mí, lenta pero certeramente, me ayudó.
Me ayudó a no volver a creer en quien enuncia una promesa, más de una vez.


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