A ellos - Julio 2º


Por Mariano Fernández
marianoobservador@gmail.com

A Claudio, siempre en el corazón.
Al Mono, el primero.

Claudio vivía en Martínez. Tenía un corazón tan grande como débil. Fumaba y maldecía demasiado, y además, corría detrás de cuanto vencimiento hubiese, y cuando no lidiaba con la economía del país y de su pequeña empresa, lo hacía con River. Empezaba cualquier charla con un insulto a su interlocutor y una carcajada. A Claudio lo elegí. Al Mono no, pero lo hubiera elegido de tener que hacerlo. Al Monito me lo dio la vida; ni siquiera tengo recuerdos de haber sido hijo único. Está desde que tengo uso de la razón, siempre, en cada una de las aventuras que emprendo. Fue el primer compañero y aprendimos juntos casi todo. Después vinieron otros, a demoler clichés, o a confirmarlos. 
“Que se cuentan con los dedos de la mano”, “que somos nosotros mismos en otro cuero”, “que están allí siempre”. A través de la experiencia, va uno luego comprobando la veracidad o la falacia de estas máximas; usted sabrá cuál es cuál en su haber.
Así, me fui cruzando con algunos entrañables personajes que, en algunos casos incomprensiblemente, se transformaron en camaradas. Lo que sí está presente en todos los casos, es cierto componente de epopeya. De enfrentarse a la adversidad, salir más o menos airosos y celebrarlo; o por el contrario, repartir el peso del dolor y la frustración entre dos o más. Esperar hasta el término de las lides románticas del galán, en una desierta garita, con el frío calando los huesos. Aguantarle la razón a alguno, aunque los equivocados parados en frente sean varios -generalmente demasiados- y estén dispuestos a saldar la deuda de honor con sus puños. Ser rescatado, evacuado, en una situación indecorosa. Oír la verdad impía y desoladora, y que se transforme en una  certeza absoluta, porque para que nos mientan ya hay pocas vacantes disponibles. Estar más o menos ahí cuando parte algún ser querido, o se pianta una novia; no para llorar juntos sino para poner el hombro y sólo si es necesario. Ser cómplice y guardián de los secretos más terribles y de los más estúpidos también, con la responsabilidad que eso conlleva.
Así, por lo menos yo, fui forjando mis amistades. Buscando al resto de los mosqueteros, para compartir el vino, la miseria, las penas y el botín; y encontrándolos en los lugares más disímiles.
No importa cómo sean, si hablan bien el castellano, dónde o cuándo nacieron, si estamos juntos en este viaje. Juntos, en el corazón. Tan cursi como suena. Es que así es este tema, que ni siquiera hace necesaria la proximidad física; estén en Río, en las afueras de Milán, en Mendoza o Bahía Blanca, al este o al oeste del planeta, los llevamos con nosotros a cada paso, sabiendo que acudirían al llamado si fuera necesario, si el mundo fuera más chico, si la vida fuera más justa, más larga o simplemente, mas fácil. Si se pudiera volver de la muerte.
Así, tan así de fuerte es el lazo, que ni el final puede romper lo que la vida ha unido.
Claudio falleció un par de febreros atrás. Le falló el corazón, de tanto dar. Unas semanas antes de morir me llamó y me dijo: te quiero mucho loquito. Eso que los hombres no nos animamos a decirnos, el gordo me lo dijo. Yo también lo quería; toda mi vida lo voy a querer. Y la pucha que extraño sus puteadas…
Alejandro Dolina afirmó en repetidas ocasiones que todo lo que hacemos los humanos varones es para levantarnos minas. El axioma fue modificado por el Negro Fontanarrosa, que dijo que en verdad, todo lo hacemos para contárselo a los amigos. El autor original de la frase, reconoció el acierto magistral del entrañable canalla. Esa es la magnitud que le atribuyen estos dos desfachatados a la amistad, con la que humildemente, estoy de acuerdo.
Atraviesa la mismísima muerte, y ahí seguís brindando por el que no está, como yo lo hago por Claudito. Con mucha fortuna te acompaña desde la cuna, porque un hermano es el primer amigo; o conocés gracias a él la hermandad, porque un amigo es el hermano que elegimos.
Así, desde el comienzo o desde el encuentro, se convierte en uno de los motivos de muchos de los actos de nuestras vidas. ¿Lo sabrá?
Es que, si bien las palabras son a veces sólo eso -sílabas enganchadas que se desvanecen en el aire-, yo soy de usar con sumo cuidado a algunas de ellas, no por amarretear sentimientos sino por cuidar su significado. Esa exclusividad que encierra a la virtud. Y vaya si la palabra “amigo” lleva en su seno esa mágica mezcla que la convierte en una de las más bellas del diccionario. Por eso, mi modesto consejo es: úsela sólo cuando sea necesario, todo lo que pueda.

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