El ritual de la escuela



Por Alejandra Tenaglia

Usted jamás va a saberlo
y es apenas una frase:
¿Cómo escribir que la quiero
en el cuaderno de clase?

Del “Poema del enamorado de la maestra”
Elsa Bornemann

Enamorarnos de un maestro no era algo que a las nenas nos pudiera suceder a menudo, ya que pocos masculinos se dedicaban por entonces a la tarea de educar; sin embargo el candor de aquellos días de pelo estirado y prolijo en colitas hechas por abnegadas mamás, bajo el insistente “quedate quieta” y el quejido “¡me tira!”, no son fáciles de olvidar.
Y el primer día, que nos ponía entre ansiosos y empacados a la hora de partir, sin saber si en el reparto en “A” y “B”, quedaríamos juntos con nuestros más amigos. Y el banco elegido, convertido en propio hasta fin de año. Y el que repitió, mirando entre serio-canchero-enojado-sobrando. Y “el nuevo”, acercándose a ofrecer su amistad. Y el chico “especial”, que lograba encendernos las mejillas con tan sólo pasar a nuestro lado. Y las risas compartidas calando hondo en el estómago y el recuerdo, sin sospecharlo siquiera en ese momento; y los murmullos cómplices habilitando puentes con quienes, en muchos casos, siguen siendo 30 ó 40 años después, nuestros fieles laderos; y la popa, la estatua, la escondida, las corridas y las charlas en los recreos; y los plantones en la dirección; y los sermones por las travesuras, que eran ingenuidad pura mezclada con deseos fervientes de doblegar lo estatuido, en busca de una supuesta diversión que apetecía sólo por estar prohibida.
¿Y la “señorita”? ¿Quién sino ella, merece párrafo aparte, con dibujitos en los márgenes y resaltador fosforescente? Con paciencia lograba que la torpe mano agarrara la huella que surca letras. Con ingenio enseñaba la abstracción perversa en que reposan las matemáticas. Con dedicación deletreaba la vida para que podamos aprehenderla, así, con “h” intermedia, aunque por entonces no supiéramos ni por broma qué significaba una palabra como esa. Cuánto me gustaba que se acercara a mi banco, su felicitación, sus correcciones, su ternura inextinguible, el calorcito acogedor que emanaba, su firmeza para hacer entendible el misterioso mundo del conocimiento al que se ingresa con tanta virginidad en esos primeros años. Ojalá todos los niños tengan la suerte de contar en algún momento, con una señorita Eva como la mía.
Inolvidable es también, el olor a café con leche por las tardes, frente a la tele, dibus en pantalla, banquete triunfal a la vuelta de clases. Y luego las tareas, escalón ineludible hacia la posibilidad de salir a jugar o practicar deportes.
No sé ustedes, pero yo, ni bien mi madre me termine de peinar, me pongo el guardapolvo rígido de blancura, y portafolio en mano parto hacia el horizonte que ese maravilloso ritual de ir a la escuela, me enseñó a proyectar. ¿Los espero en la puerta?



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