Caminata y recuerdos

“GLOSA”


Por Julieta Nardone

Todo comenzó cuando la novela del argentino Juan José Saer (1937-2005) produjo su efecto. Por cierto, la mayoría de sus relatos tienen un efecto de lectura que tatúa la piel, quema nuestras pestañas al ir habitando página tras página la zona de sus obras. En Glosa (1985), acontece más fuertemente aquello que el propio santafesino asumió como la posibilidad de que el lector llene la lectura con sus propias experiencias, con su caudal empírico, personal. Y este caudal sale a luz en la irrupción de los recuerdos. Materia compleja, torbellino remoto, más poderoso que nuestro esfuerzo por construir nuestra propia vida como una narración… Los recuerdos. Rememoré, así, de la mano de Leto y el Matemático (los protagonistas de la novela), las tantas caminatas en época de estudiante, hablando sin parar, olvidando el rumbo, dejándose estar en ese río de gente, perros, calles, autos, negocios. Esta dimensión del afuera como puro escenario, simple decorado, donde la palabra era el único contorno que tejía la voluble constancia, la duda intermitente en esa materialidad decidida del afuera, la necesidad de un naufragar en busca de sentidos. Amigos, compañeros de trabajo, hermanos, abstraídos de la “impostura”que obligaba el ahora, caminando y caminando, durante largas conversaciones acaloradas e interminables, en sintonía o disonancia; dejando salir al aire litoraleño de esas tardes y noches en peregrinaje, las convicciones, a veces las frustraciones, casi siempre los sueños y, obstinadamente, la inclinación eufórica por el pensamiento y la creatividad.
Todo ese caudal de recuerdos en trayectos borrosos que la memoria activa en los bordes de una escritura que se interroga sobre la mediación del lenguaje y la percepción para acercarnos al mundo: En ese lugar sin nombre al que el nombre de pasado, de tan fácil pronunciación, parece cuadrar tan bien, sin que haya, sin embargo en el reverso de los sonidos que se expelen al proferirlo o de los rastros de tinta que se dejan al escribirlo, ninguna imagen precisa para representárselo”.
La novela empieza con una casualidad: el encuentro por las calles de Santa Fe entre dos conocidos que terminan por andar juntos una veintena de cuadras durante una mañana de octubre de 1961. A partir de un pasaje de El Banquete de Platón, Saer instala a dos jóvenes que en apariencia caminan impasibles pero que, en los pliegues pastosos del interior, van urdiendo, recordando, experimentando sensaciones físicas, y, por sobre todo, hilvanando conjeturas sobre las charlas que nacen al ritmo de sus pasos. Versiones de los hechos, versiones del otro, versiones de uno mismo. Aún más, en otra capa del relato, el narrador proyecta, también, insinuaciones de un futuro trágico para estos mismos jóvenes que en unos años más sufrirán la persecución y la muerte en circunstancia del país (sucesos todavía sin palabras en el presente de la trama). En el intercambio actual, no obstante, tiene de eje disparador la fiesta de cumpleaños de Washintong Noriega a la que ninguno de los dos fue invitado, y que tratarán de reconstruir a partir del relato de otro amigo en común, junto aretazos de sus propias experiencias previas con los concurrentes, o por la versión disidente de Tomatis (otro de los que asistió esa noche) a quien, en un momento dado del itinerario, encuentran también por azar y comparten una breve fracción de camino.
La dinámica de este “elenco permanente” de personajes en la obra saeriana, deja entrever el modo en que la amistad se habita como un espacio de reunión agradable, aunque no por eso menos conflictivo: asados, paseos, borracheras hasta el amanecer, un breve café; allí esos sujetos parecen satelitar alrededor de vibraciones corporales, posiciones políticas, ideario cultural; allí congregados por una “pastura” común. La amistad aquí es, sin dudas, más que un tema. Estos intercambios esbozan con pinceladas de densidad y tono heterogéneos, una visión profunda del hombre y su práctica en comunidad: “…Leto que, casi al mismo tiempo que él, sale de su propio ensimismamiento y siente que el hecho de estar ahí (…) en la luz de la mañana, le produce un temblor de gozo y un sobresalto de liberación. ‘Tan papanatas, después de todo, no son’, piensa y alza los ojos que se encuentran, durante un instante que se prolonga, con los del Matemático, abiertos y radiosos”.


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