Libros p/grandes y chicos

Por Julieta Nardone


SENTIR PARA CREER

“SINCRONICIDAD”

Carl Jung (1875-1961), psiquiatra y analista suizo, enhebró los hilos invisibles para divulgar una de sus teorías más jugadas frente a los paradigmas científicos: hay un orden de la realidad que excede al rigor lógico de causas-efectos; hay un sustrato de nuestro ambiente que tampoco es maniobra del azar. Pues, existe la sincronicidad, fenómeno en que coincide significativamente un evento del mundo externo con un estado mental psicológico. Para quienes somos menos racionales –sea por afán de pellizcar la lira romántica, sea por mera falta de pragmatismo– el libro “La sincronicidad como un principio de conexión acausal” (1952) puede resultarnos, como mínimo, curioso y atractivo. Sobran ejemplos en la vida cotidiana: sueños que trazan paralelos con sucesos de la vigilia, roturas inexplicables de objetos que coinciden con crisis emocionales o situaciones claves, encuentros o desencuentros milimétricos que viran por completo nuestro camino. Vasto horizonte de la literatura y el cine.
Jung analiza varios casos de sincronicidad. También desde su propia experiencia de analista. En todos, un punto importante es que, para que este fenómeno se manifieste debe el sujeto encontrarse en un estado de apertura para cargarlo de sentido y emotividad. La afectividad engarza con la intuición, siendo el estado subjetivo más puro que no se deja encorsetar en explicaciones lógicas. Este asunto de las coincidencias, entonces, baraja una vez más el abanico de sus preocupaciones: la continuidad entre psique y materia. Jung, no olvidemos, fue un defensor de la noción de alma en el riguroso terreno de las ciencias. Dedicó gran parte de su vida en demostrar la existencia de una franja impersonal de nuestra interioridad que es, justamente, naturaleza. Naturaleza que todo lo contiene, tanto la psiquis como la materia. Así, los fenómenos de la sincronicidad son prueba de una continuidad del ser: el Unus Mundus, unidad que irrumpe por fuera del tiempo-espacio al que estamos habituados. 
Disidente del mismísimo Freud, aunque aceptó la premisa de una vida psíquica inconsciente, quiso ir más lejos al arriesgar la existencia de un inconsciente colectivo que contemplase más que el lenguaje censurado del individuo. Esta suerte de “alma colectiva” manifestaría un contenido arquetípico;  configuraciones globales que “modelan” la espiritualidad del hombre. La religiosidad, la necesidad mitológica, son sus elementos indispensables, dado que el sujeto tiende hacia el alcance de una totalidad. Simple razón: nuestra naturaleza no puede soportar una vida sin un sentido que nos eleve sobre nosotros mismos. Asfixiante intrascendencia. La experiencia religiosa conforma, así, una parte auténtica de la personalidad.
Teorías que buscan ingresarnos a fenómenos complejos, paradójicos; en todo caso, irreductibles a recetas para un crecimiento personal. De allí también el valor que Jung otorga al diálogo con otros campos. En particular, la física cuántica con el principio de incertidumbre y las ancestrales cosmovisiones orientales como el Zen, el Taoísmo, el Budismo… Inevitablemente, pienso en libros hoy muy en boga. Tanto se habla de energías, armonía… aunque pareciera que esa visión termina orientándose al “sálvese quien pueda”. Hay un jocoso monólogo del uruguayo Leo Masliah que viene al caso: “Como la gente ya no puede contar con los demás ni con Dios se inventó el camino de la autoayuda. Hoy en día es la única manera de mantenerse a flote… no esperemos nada de nadie, porque los demás te van a hundir”. Salvarse contempla, sí, un trabajo hondo y porfiado con uno mismo, pero es igualmente fundamental no desmembrarnos de los otros, del lugar que habitamos y creamos diariamente. Así Jung, entre sus reflexiones, no dudaba en afirmar que el único peligro real que existe es el hombre en sí mismo

LITERATURA INFANTIL / Las cosas que odio
La porteña Ana María Shua (1951) nos riega de versos lúdicos con su libro Las cosas que odio y otras exageraciones, donde problematiza los asuntos que más esquivan los chicos: alimentarse, ordenar el cuarto, bañarse, madrugar… El juego con el ritmo y la asociación de palabras vigoriza el tono divertido y despreocupado del cuestionamiento insistente de la mirada infantil: “Odio que nos visite gente extraña / porque me obligan a poner la mesa. / Y también odio que nos visiten conocidos porque saben cómo se escribe mi apellido, / pero siempre me acarician la cabeza”. En cada remolino de quejas asoma, sutilmente, nuestras propias incongruencias como adultos, manías que depositamos en los niños y que ellos se encargan muy bien de denunciar.
Gran ocasión para distendernos en familia, entre risas; aunque, también, buena oportunidad para buscar razones más firmes y desprenderse del “porque-lo-digo-yo” (dictamen adulto algo reiterativo) y de ese modo, ayudar a comprender las necesarias obligaciones o buenas costumbres de cada día.




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