Antro musical / ¿Hacia dónde va el rock?

SIGLO XXI

Por Nico Raterbach

Somos la Penélope de la música, que espera y resiste embates de radios y canales de televisión durante el día y por la noche hurga en SoundCloud por la llegada de esos nuevos sonidos. El desolador escenario que se vislumbraba musicalmente -aunque también podía trasladarse a otras artes- en la primera década del nuevo milenio, parecía extenderse. La gran mentira de los ciclos históricos, es a veces tan seductora, por su simpleza y la esperanza que nos brinda de que algo surgirá otra vez, que voluntariosos y estúpidos, queremos creer en ella. Y allí esperamos sentados en el umbral de la historia que ese sacudón musical que otrora dieran los Beatles, en un comienzo, suceda y nos conmueva. El primer lustro de la década actual, transcurrió nostálgico y con inercia suficiente de lo que había pasado, veinte, treinta años antes.  Aun tuvimos la paciencia; mientras tanto, los museos de la fama se llenaban de estatuas de cera de músicos fallecidos no tanto tiempo atrás. Era todo lo que la industria podía hacer, intentar eternizar las ultimas formulas exitosas. Los Ramones alcanzaron la categoría de banda de culto en EEUU, lugar donde en vida, fueron la banda más argentina de todo Queens y nunca tuvieron el reconocimiento merecido. De momento alcanzaba, pero los bucólicos, seguimos buscando. Y en The Vaccines, encontramos a los Beach Boys, a A-ha en Metronomy, a los Doors y sus teclados hipnóticos en Tame Impala… algo era algo. Pero repetir formulas funcionó más o menos impune hasta los noventa, luego, la velocidad de circulación de la información dejó caer el velo de los Salieris. No solo el público se refugiaba en el pasado glorioso del rock, sino que -y algunas veces con descaro- las bandas se dejaban influenciar,  otras transcribían partituras directamente. Los charts empezaron a colmarse de nombres propios, intérpretes que podían tener algo de talento, pero mayormente eran solo una cara bonita que no escribía un renglón de letra o una nota de sus éxitos. La osadía por la osadía misma, hartaba; y las fútiles transgresiones de lady Gaga, seducían a miles de incautos adolescentes. La fuerza motriz de la rebeldía, los jóvenes, eran conducidos por canales de internet a un lugar común, tibio y cómodo, alejado varios parsecs de la esencia del rock. El filo mellado de la furia, solo cortaba en dos la dosis de Soma, para compartirla; el mundo era un lugar feliz, sobre todo en Youtube, Facebook y ese tipo de jardines floridos. Pero el arte y los medios tienen un sótano, como también lo tiene la internet, que puede ser la de Zuckerberg o la de Assange. Y como en Seattle, al frio del círculo polar, Leningrad, la banda de la ciudad homónima ahora devenida en San Petersburgo, lograron que nos deleitásemos con sus canciones incomprensibles de letras y fonemas cirílicos y sus videos de altísima calidad artística. Podemos hoy traducir las desventuras propias del rock gracias a herramientas online, y darnos cuenta de que el vodka es parte del género y que si tan solo hubieran nacido un par de miles de kilómetros hacia el oeste, hoy estaríamos esperando que vuelvan a hacer algún estadio pronto. En el patio trasero de EEUU, también sucedieron cosas. “Atrévete” fue el gancho comercial que le abrió las puertas a Calle 13, para luego rapear “Latinoamérica” y arrasar en la misma entrega de los Grammys en los que escupieron un discurso de barricada. La esencia, el lado salvaje del rock, se percibe cuando René vomita letras sin pronunciar una sola R.
Después de recorrer sesenta años en esta columna, cabe preguntarnos, ¿hacia dónde va el rock, dónde se esconde, cómo llegamos desde Roy Orbison a Tokyo Hotel? Estamos en las ruinas de la cultura rocker, buscando las cucarachas supervivientes al apocalipsis, intuyendo que alguien debe haber escapado a la espada de Abadón,  aunque ya todos morimos un poco con Cobain (los de más de 30 saben de qué hablo y los de menos deberían). Estamos en verdad ante el lecho de muerte del género y  pensando en sus necrológicas, las tribus perdidas, permanecemos esperando un nuevo mesías que sacuda todo aquello en lo que cuajó el rock, una amorfa masa de música que es útil y digerible en la medida que venda. Una construcción a medida de los charts y de las limos de las estrellas. Pero quizás, en este momento, en algún lugar remoto, algún niño llamado pongámosle John, se encuentre con otro tal vez llamado Paul. Y todo vuelva a empezar.

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