Directo al corazón


SALANDO LAS HERIDAS

Por Alejandra Tenaglia

Viernes por la noche, lluvia torrencial. Un grupo de jovencitas está a punto de entrar al boliche, sin muchas esperanzas de que sea una velada concurrida. Un auto dobla en la esquina, toma con fuerza la bocacalle y quien más resulta empapada es la protagonista de nuestra historia. Cuando la mirada del forastero conductor y la enojada mujer, se cruzaron, el pequeño Cupido con su flecha de amor, puso las cosas en otro plano. No obstante, ella lo insultó por la torpeza; él en cambio aprovechó el suceso y recurriendo a Sui Generis, bromeó: “y que no le importe mi ropa, si total me voy a desvestir… para amarla”.
Ya dentro del boliche, él tuvo la oportunidad de disculparse y explicar que no lo había hecho adrede. Se conocieron, apenas, como ocurre en las primeras charlas en medio de sensaciones extrañas.
Al día siguiente, de casualidad, se volvieron a encontrar en otro bar de una localidad vecina. Ella acompañaba a una amiga a la cita con su chico; él, igual. Ese día, la historia comenzó más concretamente, tomando la velocidad de lo que fluye con naturalidad. A los diez días, él fingió necesitar pasar a buscar algo por su casa y ya allí, la invitó a conocer sus padres. Cuando sólo un par de meses habían transcurrido, ya estaban conviviendo en Rosario, donde ambos estudiaban. “Era como si nos hubiéramos conocido de otra vida”, dice ella. La convivencia se caracterizó por los buenos momentos, “agradecíamos el abrir los ojos y vernos cada mañana”. Compartieron cumpleaños, logros personales, amigos. Él insistía en casarse, ella no creía necesario el papeleo. Hasta que en determinado momento, y sin un hecho concreto que operara como causal, se distanciaron. Ya no vivían juntos, cada cual había vuelto a su pueblo natal. No obstante, nunca se separaron del todo, la piel podía más. Algo sin embargo estaba ocurriendo lejos de ella: él había conocido a otra mujer, con quien además, le confesó, se iba a casar. Es así como en esa especie de puente entre lo que fue y lo que será, nació un matrimonio y, de esa unión, nació un niño. Desgarrada, sintió ella llegar el final. Se preguntó mil veces cómo pudo haber sido. Recordó las firmes intenciones de él, de convertirse en su marido, pensó que tal vez esa era para él una materia pendiente... Sufrió, lloró. Pero el joven no se alejó, y ella aceptó la clandestinidad. La contundencia que los unía parecía seguir intacta no obstante ser ella ahora, “la otra”. Pasados tres años él decidió separarse de su esposa y alquiló una casa donde se mudaría con nuestra dama. Papeles de divorcio en marcha, resurgió la propuesta y la ilusión de casarse con ella. Pero la vida suele tener recodos tan inentendibles como crueles, y la realidad supera ampliamente a la ficción con sus pinceladas exageradas de fortuna o, como en este caso, tragedia. Porque trágico es contar que el día en que él viajaba en su auto con todas sus maletas, hacia allí donde ella lo esperaba para juntos instalarse en su nuevo hogar, un accidente en la ruta hizo que esos planes tramados en alegre conjunción, se conviertan en el más doloroso y punzante de los recuerdos, como es aquel que enhebra cientos de ilusiones desbaratadas en un nocivo instante. El muchacho falleció después de un par de días de internación. Sin embargo, ella permaneció frente al sanatorio. Corría la tarde, la noche y la mañana volvía, sin que ella pudiera moverse, sin saber qué esperaba, sin poder entrar, sin querer marchar. La vida se detuvo y el entendimiento se adormeció. Enmudecida y confusa, esperaba algún signo que le advirtiera estar inmersa en una pesadilla de la que podría despertar, rogando un milagro que la devolviera a su vida normal, preguntándose incesantemente: por qué, por qué, por qué...
El desamor es causal de uno de los más ardientes dolores, pero la muerte es además implacablemente irreversible. Frente a ella, lo único que nos resta es recordar; y agradecer haber vivido aquello cuya ausencia hoy, nos quita el aliento; y aferrarnos al milagro que encierra el despertarnos cada mañana; y entender que aun con el dolor a cuestas, ese milagro de la vida es el bien más preciado, que debemos cuidar.

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