Por Carina Sicardi
Se me endurecieron las cuerdas vocales. La palabra es esquiva, como pocas veces en mi vida. Es que no es fácil describir el sinsentido, y el sonido del celular a la madrugada nunca hace presagiar nada bueno.
Aun sabiendo sobre los acontecimientos, trataba de hacerle una gambeta al dolor, confiando en que la fuerza y las ganas de vivir iban a ganar la batalla esta vez; convenciéndome de que juntas lograríamos sumar esto a la larga lista de vivencias compartidas que contaríamos en una charla de viejas locas frente a un vinito blanco bien helado.
Muchas veces nos habíamos cruzado en los vericuetos de los días, sin habernos registrado. Paralelamente íbamos transitando, como podíamos, esto de hacer camino al andar, hasta que un día como cualquier otro, nos descubrimos. Era el momento en que ambas habíamos perdido felizmente nuestras figuras de mujer, para convertirnos en las señoras panzonas que por nueve meses anidarían cálidamente a sus hijos.
Y así, en un caluroso y confuso diciembre de 2001, con nueve días de diferencia, nacieron Laureano y Bernardo, dos soles, bellas personitas que nos unieron aún más cuando comenzaron a compartir el jardín en salita de tres.
Ella recordaba siempre de mí, la sonrisa y la paz que me daba esa panza; yo su alegría y su luz, su color, su brillo…
Porque mi amiga Marisa era eso: el sentimiento a flor de piel, la solidaridad, la expresión de la vida en todas sus direcciones, la sinceridad… Era lo más alejado del gris, por eso, ser vivo que la conocía no la olvidaba.
Defensora y activista de y por la ecología era; y una gran actriz, además.
Mamá dulce y divertida, por eso a mi hijo le gustaba tanto estar en su casa con ella. Y mujer plena. Una apasionada.
“Todo lo que sueño, todo lo que vivo, ya no vale nada, no tiene sentido, si no escucho el brillo de tu dulce voz”, suena a lo lejos la voz de Abel Pintos mientras estoy escribiendo… Nada es casual. Porque con mi amiga compartíamos los sueños, y nos faltó tanto tiempo… Las vacaciones juntas en familia, la comedia musical que algún día presentaríamos aunando nuestros “talentos” (seguro el de ella, dudoso el mío en el que creía incluso más que yo), los temas que “quedan para otro día”, porque el tiempo se esfumaba cuando estábamos juntas… En fin, creo que aún a pesar de los signos que nos marcaban el final del segmento, siempre pensamos que más tiempo era posible.
Pero aquellos que la conocimos cuando las luces se apagaban, después del aplauso, cuando se corría el telón, sabíamos de sus sufrimientos, sus dolores, sus desventuras. Cuando el ser se pone en carne viva por no poder poner en palabras, por no saber qué decir, o, simplemente por saberse de antemano no escuchada.
Y ahí estuvimos, con la oreja y el abrazo que lograron hacerte sentir querida pero no curada. Cedieron las barreras y el dolor se transformó en síntomas que invadieron sin piedad al cuerpo que recubría tanta grandeza.
Te fuiste de madrugada, escondida detrás del misterio que encierra la noche. Seguramente para que no te veamos, para ahorrarnos ese último minuto en el que, firme y egoístamente hubiésemos tironeado para que te quedaras…
“Te extraño, y me siento sola si no estás conmigo” sigue cantando Marcela Morelo con Abel. Eso es. La soledad inabarcable, las lágrimas contenidas, la bronca.
El dolor de no entender; las preguntas sin respuestas en los ojitos de Carola y Lau; la fingida fortaleza del hombre que te amó y te ama, a quien oí decir: “parezco un roble pero soy una lombriz”.
Gracias, Mari, por todo; por habernos querido, por transitar junto a mí un tramo de la vida corto pero intenso…
De pie, señores, despidamos a una gran actriz en el escenario y en la vida.
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