DIFERENCIAS
Por Ana Guerberof*
Mi amiga Amanda es lo que acá llaman una “cachonda mental”, que significa algo así como una persona muy divertida. A Amanda le suceden cosas. Constantemente. Hace un par de años la seleccionaron para un programa de televisión en el que recorría un ignoto país sin plata, el programa proponía unos retos dentro de unos sobrecitos de vivos colores para que los concursantes se vieran forzados a relacionarse con los “nativos” y pasarla bastante mal. Amanda regresó cargada de “batallitas” que el resto de nosotros, menos aventureros, disfrutamos sentados frente a unas cuantas copas de vino mendocino, cortesía de esta servidora. A través de la universidad donde está realizando un doctorado -creemos que en antropología, pero en ocasiones no sabemos si es sociología, o ambos-, se fue a vivir un mes con una tribu en una diminuta isla del Pacífico donde practicaba clavados desde los escarpados acantilados y convivía en una choza circular del poblado con unas cuantas cabras, testigos mudos de su interesante estudio. No trajo ninguna foto porque la religión las prohibía (en seres animados e inanimados) y Amanda es muy respetuosa con las costumbres ajenas. Allá donde fueres, haz lo que vieres. Los mal pensados, entre los que me encuentro, sosteníamos que Amanda se refugiaba en algún lugar del Pirineo fabricando historias que luego nos narraría bajo el auspicio constante del vino mendocino.
Tras un par de semanas desaparecida, nos contó que había estado con unos chamanes en México para explorar sus vidas anteriores. Al parecer, Amanda había participado en la conquista del oeste, más concretamente había sido una Sooner en el estado de Oklahoma. Allá, había permanecido hasta su muerte rodeada de catorce hijos. Un verano se enamoró de un chico, alto y rubio, y decidió seguirlo hasta Helsinki, su ciudad natal. Cuando regresó, con interesantes vivencias aunque ya sin novio, nos contó que, a pesar de haberse aburrido más que nunca con la aventura conyugal, había hecho amigos de por vida. “¿Y cómo eran los fineses?”, “¿Qué quieres decir?”, “Serán muy diferentes ¿no?”, “No sé, no me fijo mucho en eso, no veo tanta diferencia”. Ahí comenzó una larga discusión sobre si las diferencias entre los países eran superficiales o si realmente afectaban a los lazos que se establecían entre las personas. Amanda nos miraba, con los ojos muy abiertos y bebiendo el vino a sorbos muy chiquitos, como si habláramos un idioma mucho más complejo que el finés.
A principios de este año, nos desveló que se iba a Japón para asistir a un curso internacional de poesía Haiku. “No sabía que escribieras poesía”, le dije, “Yo, tampoco”, exclamó riendo, “Pero decidí probar y les gustaron mis haikus”. Se trataba de una beca del ministerio para pasar seis meses en Japón perfeccionando la técnica. ¿De dónde sacaba Amanda la información para sufragar sus incontables aventuras?
En realidad eso ahora carece de importancia porque, tras los acontecimientos sucedidos en Japón, no sabemos qué ocurrió con Amanda. Los amigos no nos animamos a hablar del tema, andamos taciturnos, como juguetes sin cuerda. Es como si lo que ocurriera en Japón fuera una historia de Amanda imaginada en algún lugar del Pirineo, una historia que sólo está ocurriendo en su imaginación y que nos va contando en un blog. De golpe, me di cuenta que ella tiene razón porque aun si existieran profundas diferencias culturales entre los países, después llega un tsunami o una explosión atómica y lo borra todo, no importa de dónde o cómo sos, si sos finés, argentino, español o japonés, la marea te arrastra, te engulle, sin importar a quién o a qué te aferrabas en el preciso instante de su paso tempestuoso.
En esta ocasión, he apartado unas cuantas botellas de vino mendocino; la historia se alargará hasta la madrugada porque Amanda, nos tendrá que contar la aventura más increíble de toda su vida.
*Argentina residente en España.
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