Por Carina Sicardi /
Psicóloga
casicardi@hotmail.com
Es indiscutible que diciembre está
emparentado con las despedidas y balances. Reflexiones y finales. Apuros y
corridas. Calendarios completos y estómagos que no resisten el desequilibrio
que generan las orgías de alimentos y bebidas alcohólicas. Pero enero, que
debería ser por continuidad temporal, el mes de los inicios, parece no
responder al mandato natural. Todo se aletarga… Como si el sol abrasador nos
detuviera el cuerpo y los pensamientos, días de resaca aún para los abstemios…
Un paréntesis hasta para los que no han dejado la cotidianeidad laboral.
Hay algo en común a todas las familias
que tienen hijos entre sus integrantes: ellos sí disfrutan del receso escolar;
y con esto un abanico de posibilidades se abre para que la organización que
tomó forma en el curso del año, se derrumbe cual castillo de naipes. Los tan
resistidos horarios de las actividades anuales, que transforman a los padres en
avezados remiseros, por momentos son deseados en relación al caos que reina por
la desacostumbrada inactividad que culmina con un temible y reiterado: estoy
aburrido.
Lapidaria frase, tan corta y tan
contundente. ¿Cómo se combate el aburrimiento? ¿Cómo se entretiene a un niño en vacaciones?
Es que, durante el año, los tiempos de
encuentro son diferentes, no hay lugar para el temido aburrimiento, porque, o
bien el niño tiene muchas actividades que lo educan y/o entretienen, o los
padres no tienen tiempo para escuchar esa frase.
Las vacaciones habilitan espacios casi
nulos durante el resto del año. Es el momento del reencuentro de una familia cuyos
miembros vuelven a reconocerse con todo lo que nos gusta y enamora del otro… y
también con lo que no.
Aquí radica el problema. No hay telones
detrás de los que podamos escondernos. Aquí estamos de frente, mirando a la
cara a los seres que amamos, sin saber cómo encontrar la armonía entre los
diferentes ritmos que cada uno elige.
Me detuve en la observación de la
manera de relacionarse, de comunicarse e incomunicarse, de las familias en
vacaciones: discusiones entre padre e hijo adolescente en defensa de su madre;
celos desmedidos de un joven hacia su novia, quien caminaba silente y apurada,
para no perder el paso de aquel que no escatimaba en palabras ofensivas, sin
importarle el dolor ni la vergüenza… La cara de hastío de los padres, ante el
cansancio del final de un día de playa y la demanda del famoso “quiero
upaaaaa”… Y la arena quema y el mar es frío y la gente aturde, y la soledad
asusta…
Pese a todo, el final del día siempre
nos encuentra con un gesto que borra todo lo que mencioné: una sonrisa
cómplice, un “te quiero”, un encuentro en el abrazo, un “hasta mañana” que
augura otro día juntos, para elegirnos aún ante la diferencia.
Por eso, robo por un rato el monólogo de
Héctor Alterio en la película “Caballos Salvajes”, en el cual dice:
Se puede vivir una
larga vida sin aprender nada.
Se
puede durar sobre la Tierra sin agregar ni cambiar una sola pincelada del
paisaje.
Se
puede simplemente no estar muerto sin estar tampoco vivo, basta con no amar,
nunca, a nada ni a nadie; es la única receta infalible para no sufrir.
Yo
aposté la vida a todo lo contrario, y definitivamente había dejado de
importarme si lo perdido era más que lo ganado, creía que ya estábamos a mano
el mundo y yo, ahora que ninguno de los dos respetaba demasiado al otro.
Pero
un día descubrí que todavía podía hacer algo para estar completamente vivo
antes de estar definitivamente muerto…
Entonces… Me puse en
movimiento.
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