Amor de mi vida
Por Sebastián Muape
El pasillo mal iluminado, con paredes de piel de cebolla
y techo sin ángulos, se llena de gente con el mismo oleaje con el que los
trenes se vacían en el último andén. Lo recorro con un terror que tiene sabor
dulce y soportable. Se me hace difícil hilar la conversación con mis
compañeros, sé que me hablan pero no logro decodificar, me llegan las palabras
a borbotones, deformadas, hasta que Castel, podrido de mi abducción diaria de
las 19:10, me pega una piña en el hombro: ¡Dale
boludo! ¿Tenés o no? Contamos monedas entre los tres o cuatro, armamos un
montoncito no tan grande. Billeteras piel y hueso.
En el hall central me aseguro de poder verte desde la
trinchera de hombros. Junto la guita y camino, casi practicando lo que te tengo
que decir. Te veo de perfil, pelo húmedo y suelto. Tu sonrisa es lo más lindo
que tiene esta kermés. Antes, desde la ventana de 4º 3ª te vi cruzar el patio y
otra vez Ojeda me advirtió entre risas:
-
Mirá, ahí va. ¿Sabías que es la hermana del correntino, no?
Son los caseros, ¡estás en riesgo!
-
Qué carajo me importa -respondo plantado, frase hermosa
que no siento para nada.
Soy un cancherito en la periferia. Me paro en el lugar
preciso y te observo en la seguridad que me da el montón. Te das vuelta, me ves
y me soltás un hola, otra vez los
voltios. ¿Qué es esa manera de sonreír, de mirar? ¿En qué tribunal se puede
denunciar este abuso?
-
Un paquete de Rumba y una coca – digo en tropezado tono
medio.
Ya voy a mejorar. Te pago y te saludo. Se ve que la cercanía pesa. Chau,
gracias, me decís apoyando una mano
en la barra del kiosco, y por si restaran dudas de que soy un cachorro, te me
quedás mirando un segundo más. Tenés ojos grandes y sinceros, sonrisa con
hoyuelos y pestañeos con preguntas, algunas las voy a responder.
Doscientas galletitas después, te vi una tarde
acompañando a tu amiga hasta la avenida, gracias eternas a la descompostura que
se agarró la de merceología. Un poco más apurado que cuando me corrió Calderón
en el club para cagarme a trompadas por gozador, me acerqué y te pregunté si te
podía acompañar. Sí. Guión en blanco. ¿Vos
vas al 20 de junio, no?... Mi nombre
es Sebastián. Sí, ya sé; yo soy Marisol. Sí, ya sé.
Dos cuadras de gloria. Si me vieran los pibes. El sábado
a las 20:00 en la pista de patinaje sobre hielo. Ojalá no me cruce al
correntino. El 343 me deja enfrente de la entrada, pero camino hasta la esquina
de Santa Fe y Alvear, debe ser la primera vez en mi vida que piso una senda
peatonal. Llego en horario. Abril fresco y lluvioso. Me ves entrar, te apartás
del grupo y venís hacia mí. Millones de gracias. Tiempo después me vas a decir
que lo mío fue una entrada triunfal, yo sé que tuve el valor de ir a verte y
las piernas para absorber mis temores. No nos besamos esa noche, pero nos
gustamos sin disimulo. Tenías frío, te di mi campera negra de jean, deseando
con el corazón que le hubiera quedado perfume de Vía Valrossa. Yo no tirité.
-
¿Te gustaría ir al cine el sábado?... No, no; dejate la
campera, con el buzo estoy bien.
-
¿Seguro, no tenés frío?... Sí dale, vamos.
El 3 de mayo de 1987 y mientras Stallone doblaba brazos
en la segunda proyección del continuado, nos besamos. Me dijiste que te lo
tenía que preguntar:
-
¿Querés ser mi novia?
-
Sí.
6 años, 1 mes y 8 días.
Robé letras de canciones para escribirte. Manadas de
peluche y tarjetas. Te llevé flores en bicicleta, me vieron los chicos del club
y se me cagaron de risa. ¡Pobre de ellos!, como decía mi viejo. Vos tuviste tu
primera vez y yo mi segunda. No te lo dije. Mi vieja, mi hermana y mi abuela
Lidia, encantadas con vos. Tu vieja y tu hermano, no tanto. Me siento en tu
mesa, correntino, mirame de costado todo lo que quieras. A mí tampoco me caes
muy bien. Quinto contra cuarto ganamos uno cada uno. Me apretaste en un recreo,
pero la pelota que te perdimos en el torneo del colegio, no te la vamos a pagar
una mierda. Al día de hoy, sos mi amigo.
6 años, 1 mes y 8 días.
Terminaste el secundario en el ‘88, un año antes que yo.
Cuando volviste de Bariloche te hice las mil preguntas de rigor, al final me
contaste que te gustaba un pibe, que le habías dicho en qué hotel estabas, pero
no apareció. Hay cada boludo. Por las dudas no pregunto más.
El ‘91 casi que lo pasamos separados, vos en 2º año de
Derecho y yo con ganas de no sé qué. Releo tu agenda y me vuelvo a dar cuenta
de que me esperabas. ¿Fueron tantas las veces que te dije que iba y no fui? Te
creo. Una tarde de noviembre me llamaste para hablar. Estabas bronceada,
hermosa. En el descanso de la escalera que iba del patio a tu casa, me dijiste
que preferías que me entere por vos. Temblé. ¿Notaste que tragué saliva? Ya no
tenías ganas de estar sola y querías volver a ser mi novia. No hacía falta que
te responda en ese momento. Nos miramos en silencio, me besaste dulce y
visceralmente.
6 años, 1 mes y 8 días.
Te empezaste a sentir mal cuando los Guns tocaron en
River por primera vez, en diciembre del 92. Las noticias iban ensombreciéndolo
todo. Qué ironía, vos nos dabas fuerzas a nosotros; no sé si supiste. Viernes
11 de junio, una hermosa mañana, tan cristalina como artera. Mi vieja estuvo
con vos, yo llegué una hora después. Adiós Mari. Tu hermano me contuvo, o yo a
él. En una visita a tu vieja, le pedí que por favor me diera tu agenda. En la
hoja del 10 de febrero, dice: Sebas:
antes de irme quiero escribirte, quizás por última vez, “te amo con toda mi
alma”. Los dos sabemos que las cosas no andan muy bien, pero me gustaría que
cuando me recuerdes, mires hacia el pasado y me encuentres con una sonrisa,
diciéndote te quiero. Yo, en el lugar que me encuentre, aquí o allá, pensaré
siempre en vos y al nacer una nueva primavera, en la ilusión de un gran amor,
estaremos en esencia, vos y yo. Te amo amor de mi vida. Marisol.
El contra ¡NUEVA SECCIÓN!
LOS MIL Y UN
BOSTEZOS
Por Juan
Carlos Ferro
¿Hace falta que les aclare que voy a dedicar esta
columna al teleteatro denominado “Las Mil y una Noches”?
Ante el éxito de público y la sugerencia de
familiares, al retornar de mis vacaciones en Saint Rose of Calamuchite, me
dispongo a darle una oportunidad a la popular novela turca.
A los pocos minutos de estar frente al televisor,
comienzo a preguntarme: ¿por qué tardan tanto en hablarse? ¿Por qué se miran
por largos segundos sin hacer nada? Esto me lleva a reflexionar: ¿qué mierrrrda (como diría
Fontanarrosa) le gusta a la gente de esta novela? A pesar de ello, tengo unos
minutos de paciencia y sigo mirando el programa.
Ya, totalmente desencantado, me doy cuenta que el
doblaje es muy berreta. No sé cómo será verla en su idioma original, pero con
este castellano neutro se parecen más a Estevanez que a Chávez.
Las historias de amor no tienen nada de original. ¿Cuál
es el eje?: un tipo millonario que se enamora de una de sus empleadas pobres,
por supuesto; igual que la mayoría de las novelas que dan a la tarde en canal
nueve o las clásicas de Andrea Del Boca.
Pero eso no es todo, hay un detonante en esta historia
de amor: la protagonista necesita dinero para tratar a su hijo enfermo. ¿Cómo
lo obtiene? Se encama con el jefe
millonario. Eso ya lo hizo Demi Moore hace más de veinte años en Propuesta Indecente. En este punto, como
hombre, quiero hablar de algo importante. ¡¡¡No puede ser que la protagonista
use poleras!!! Por favor un asesor de vestuario, ¡se los pido por Dior!
Sigo buscando algo que pueda gustar. Pienso en el
galán. Las mujeres suelen mirar novelas para ver a los hombres que no pueden
encontrar en el Parque Centenario un domingo a la tarde. Otro fiasco: un tipo
del montón, pelado, sin afeitarse y con unos kilos de más. No pueden comparar a
ese muchacho con un Gustavo Bermúdez o un Joaquín Furriel. Este Onur está más cerca de Miguel Ángel
Rodríguez cuando hacia Los Roldán, o de mí mismo cuando voy al mencionado parque
local a tomar mates y ninguna viene a los gritos para besarme.
Otra de las cosas que se ponderan, son las imágenes de
Estambul. Ya vi esos paisajes en las películas de James Bond, que por supuesto son más entretenidas que la
somnolienta novela de la noche. Además si quiero actualizar mi mirada de la
capital turca, miro el programa de Iván De Pineda “Ghesto del Mundo” -pobre pibe, si le patina la “r” cámbienle el
nombre al programa, podría ser “Vuelta al mundo” por ejemplo-.
Para que vean que no me ensaño con el cuentito turco,
reconozco que la música es un rubro destacado. Casi sorprendente, ante tanta
mediocridad. Yo creo que la explicación debe estar, en el desconocimiento que
los productores tienen de la discografía de Ricardo Arjona, porque ese sí, hubiera
sido el maridaje perfecto para semejante culebrón (a este cantautor ya nos
vamos a dedicar, con la saña y el ahínco que se merece, en otra ocasión).
En fin, como este periódico dice ser “Prensa Libre” y
a esta columna la titulé (en homenaje al inolvidable personaje del querido Juan
Carlos Calabró) “El contra”, les aviso que voy a seguir en las próximas
ediciones atacando todo aquello que me cae para el to-or, como se suele decir.
Así que si quiere, puede acompañarme mensualmente en este despotrique
catártico, nunca amable, livianamente fundado, pero decididamente visceral. ¿Lo
espero en marzo, entonces, a seguir mascando broncas?
El fin no justifica los medios
“WHIPLASH: MÚSICA Y OBSESIÓN”
Por
Lorena Bellesi
bellesi_lorena@hotmail.com
La gran mayoría de las escenas de “Whiplash” transcurren dentro del prestigioso
Conservatorio de Música Shaffer de
Nueva York, lugar de excelencia, célebre. Ser admitido significa ingresar al
Olimpo terrenal habitado por los mejores concertistas de jazz, quienes circulan
por los pasillos atentos a encontrar ESE sonido. Es allí donde el joven alumno
de primer año, Andrew Neiman (una
gran interpretación de Milles Teller), comprende claramente el hecho imperioso
de no pasar desapercibido, de demostrar su talento como batero, conseguir que
la fuerza de sus golpes dé vida a un ritmo inolvidable, único. Su meta es el
éxito, la excelencia, pero estos propósitos no vienen solos, requieren un
sacrificio feroz, una entrega furiosa a una práctica solitaria, de encierro y,
sobre todo, de aislamiento; aislamiento que a los ojos del muchacho toma la
forma de incomprensión. Su padre ve con horror, angustia, desesperación las
continuas actitudes autodestructivas de su hijo, enceguecido detrás de su
batería, tocando hasta quedar completamente empapado de sudor, con las manos
ensangrentadas por una desmedida exigencia
que él mismo se inflige.
La exasperación creciente, incontrolable de Andrew, responde a la presión por tocar extraordinariamente
frente al despótico profesor Terence Fletcher, quien lo ha elegido
para integrar su banda de estudio. Este personaje es el alma mater real de la historia contada por el director y guionista
Damien Chazelle, quien sabiamente supo recrear un tenso duelo entre dos personalidades
igualmente antipáticas en sus obsesivos objetivos, aunque sumamente talentosas.
Los métodos de enseñanza de Fletcher
desbordan ampliamente los tradicionales e incorporan sopapos e insultos
racistas, ofensivos a mansalva, un mecanismo pedagógico polémico que oculta las
mejores intenciones: hostigar, humillar al alumno para sacar lo mejor de él. La
reputación de genio no necesita ser mencionada explícitamente, su presencia
soberbia impone silencio, respeto, una fila de cabezas gachas. Formar parte de
su grupo de elite, ser uno de los seleccionados personalmente por él, irónicamente, es la aspiración de todos. Como
ocurrió con algunos films anteriores, por ejemplo “El cisne negro”, nuevamente aquí se pone en evidencia que no
abundan los lugares de reconocimiento en lo que respecta a las expresiones
artísticas. Son pocos y muy codiciados, por lo tanto, puede pasar que dichos
espacios, como ser un lugar en una banda, se encuentren rodeados de las más
demenciales e inimaginables circunstancias. Andrew
y Fletcher ponen en funcionamiento
una conflictiva relación que oscila entre el amor (admiración) y el odio, entre
las expectativas y los logros, rozando una previsible fatalidad al pasar de la
comprensión cariñosa, contenedora, a la agresión física o verbal en un
pestañeo.
El actor J. K. Simmons personifica al tiránico
docente, su caracterización es tan soberbia que arrasa con cuanto premio se
interpone en su camino. En la composición de los personajes, en ese contrapunto
de determinaciones extremas, desafiantes, “Whiplash:
Música y obsesión” va despuntando un intenso relato. El sonido retumbante
de la batería, del libertino jazz, intensifica los incidentes de una historia
cuya potencia remite a un enfrentamiento sin ostensibles perdedores o
ganadores. Se trata de triunfar o hacer triunfar. Que empiece el juego, no hay
reglas.
Paisano del universo
JUAN
LAURENTINO ORTIZ
Por
Julieta Nardone
Quizás,
sobren en el ámbito cultural sabiondos y
suicidas; pero lo que es casi seguro: no abundan los artistas que poseen la
grandeza de armonizar en vida y obra las fuerzas espirituales de la libertad y
la humildad. Fuera del barullo de la fama y los centros artísticos de las
grandes urbes, Juanele (1896-1978), poeta y sabio entrerriano, pasó prácticamente
toda su vida en una humilde casa a orillas del Paraná: “No estás tú también /un
poco sucio de letras y un poco
sucio de ciudad?”, cuestiona en uno de sus poemas. Le gustaba decir -citando a
Machado- que había elegido pasar la
prueba de la soledad en el paisaje: meditar humilde y entregado a la piedad
y amor por el mundo; lejos de reflexionar con pensamiento colonizador, y prescindiendo
de los circuitos habituales. Buscaba, tal vez, validarse con más profundidad al
contar casi únicamente con el contrapeso de las cosas que no responden: “…hay que perder a veces ‘las letras’ / para
reencontrarlas sobre el vértigo, más puras / en las relaciones de los
orígenes…” Sólo así, en esa apuesta, podría lograr acaso incorporarlo todo,
consustanciarse con el todo: “Señor / esta mañana tengo / los párpados frescos
como hojas, / las pupilas tan limpias como de agua, / un cristal en la voz como
de pájaro, / la piel toda mojada de rocío, / y en las venas / en vez de sangre,
/ una dulce corriente vegetal”.
El
conjunto de sus versos (reunidos en “En el aura del sauce”, y publicados por
primera vez en 1970) se enhebra levemente con el agua, la brisa, los montes,
los grillos, los pájaros, la gramilla… En este sentido, se puede pensar que el
paisaje litoraleño no manifiesta un papel decorativo. Cada elemento, cada mínima
criatura, guarda en sí la energía del cosmos como enigma, como misterio que
fluye y ondula suave a la vera de la intemperie, del abismo: “Estamos bien… Pero
tiemblo, mi amiga, de la lluvia / que trae más agudamente aún la noche / para
las preguntas que se han tendido como ramas / a lo largo de la pesadilla de la
luz…”
Por otro
lado, también se manifiesta como constante a lo largo de sus poemarios, la
comunión de goce y dolor puros, propios de la sencillez, de ese tipo de naturalidad
que se logra conquistar después de un largo camino íntimo, con plena conciencia
estética y ética. Con fe en que “la vida grita, hermanos, en lo profundo del
mundo y de nosotros mismos”.
Leerlo es
dejarse envolver por la dulce cadencia en que su palabra evoca el silencio y circula
como el aire; y aún más, reverbera como la luz en la hierba, murmura como
correntada de río. Súper sensitivo y pleno de ternura, Juanele escribió (y
vivió) aferrado a la infinita donación de que “todas las cosas decían algo,
querían decir algo. Había / que tener el oído atento u otro oído fino, muy
fino, que / debía aparecer”.
Para
terminar, sería justo decir que este paisano cósmico no fue, sin embargo, ajeno
al tumulto de las ideas políticas y sociales de su generación. Un estado característico
de alerta -de sueño en la vigilia y vigilia en el sueño- lo llevaba a estar a
la orden del día con los acontecimientos históricos de la época, a reclamar el derecho
futuro a la belleza de la justicia colectiva porque en el presente “aquel
hombre vago sólo siente / que la inseguridad terrible de su vida / se une a la
tierra negra, / que en su casa deshecha no le espera la lámpara / rodeada de
risas, / sino un montón oscuro de infantiles figuras cotidianas, y la
desesperada, femenina, pregunta cotidiana”.
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